lunes, 27 de febrero de 2017

Colores

Por Colombina

Si yo fuera un color regurgitaría azules mientras me muevo como una raya bajo el agua, y te arrancaría los amarillos de las piernas por puras ganas de un sabor ácido, para hacerme un cinturón de piel de humano con ojos de fresa.

Si fuera un color, dejaría de escucharte en marrones, y me lanzaría a dibujarte con los pies manchados de negro. No tendrías idea de cuando acaba el día por mis rizos jugando en tus narices, y todas las madrugadas estornudarías esos sarrosos rayos de sol, como los dientes de cualquier anciano.

Si yo fuera un color rebotaría en verdes, y mi estómago sería un acordeón, y dirían que por ahí va la serpiente de tierra caliente, con esa historia arribista bogotana de la gente calentana, y mis piernas rosáceas se broncearían con tus malos domingos, y tus malas mañanas.

Si yo fuera un color, me hundiría en esos rojos tan bonitos de tus sienes cuando estás a punto de explotar, y las haría trizas con mordiscos grises hasta que olvidaras mi nombre. Si yo fuera un color definitivamente sería el negro de tus pellizcos, el blanco de tus olvidos, el verde de tus euforias, sería las noches manchadas de risas amarillas abandonadas, y las madrugadas de cuerpos morados y adoloridos que la noche anterior perdieron sus signos.


Dejaría de colorearte.   

jueves, 24 de noviembre de 2016

Turismos bizarros: del consumo del horror a la empatía en la recuperación.


 
Muro de la antigua Escuela de El Placer. 2016. OCM


Cuando subimos al taxi me pareció extraño que ese hombre nos contara cómo había sido de violento ese camino en el que transitábamos. Durante muchos años nadie pudo pasar sin permiso, sin que hubiera un retén, sin que desaparecieran los desconocidos o aquellos que no fueran al menos acompañados por una persona local. El camino está destapado y veo una vaca comiendo recostada en un establo a la orilla de la carretera. ¿Para las vacas el campo será así? ¿Un lugar de miedo, en el que en cualquier momento serán vacas muertas, sin dignidad, sólo pedazos de carne desechados? ¿Habrá sido así para las personas de esta vereda cuando vivían en una cosa muy parecida a un campo de concentración cuyo funcionamiento se basaba en una colcha de retazos discursiva en la que se mezclaban el horror, el honor, la religión, la patria, la coca, el dinero, el miedo, la carnicería, el patriarcado y el placer?


En El Placer vimos la escuela, sus alrededores, sus calles, lugares que están relatados en el Informe de Memoria del Centro Nacional de Memoria Histórica. Algo andaba mal. Era un poco odioso andar por ahí, así, en tenis, y con tranquilidad, con las manos en los bolsillos, saludando con una sonrisa, al menos honesta, a las personas que llegaban a trabajar en una iniciativa en el marco de su proceso de reparación, cosas que suceden cuando acaba la guerra, al menos, cuando la guerra guerra del trauma pareciera haber cesado.

Estábamos fuera de lugar, tomé un par de fotos. La idea, dicen, es hacer un museo, y muchas cosas más, un centro de formación ciudadana, con aulas, y parque, y espacios de recreación. Eso está bien, está genial, está buenísimo. Sin embargo, al revisar las fotos la idea comienza a preocuparme.

De regreso, el taxista número dos nos cuenta su propia historia de la violencia, de la incursión. La cuenta con mucha elocuencia, y habla de cosas reales, como la incapacidad de relatar la sensación que le produjeron los gritos, disparos, ruegos de las personas de su pueblo, la noche y la madrugada de la masacre. No se puede contar eso, porque no se puede explicar, no se puede hacer sentir al otro el horror propio.

Son etapas de reconstrucción, se supondría. Se supone también que hace algunos años no hubiéramos podido hacer la visita que hicimos. Y es ahí donde viene el meollo del asunto... ¿por qué no deja de sentirse como si hubiéramos hecho una suerte de turismo del horror? Surge otra pregunta que jamás pensé que me plantearía: ¿Una herida cicatrizada merece tanta atención? Porque el riesgo, y no se puede negar, es la trivialización de la violencia por una foto, como todas las de este Post, de la cancha del colegio donde el grupo armado entrenaba en las mañanas antes o durante la llegada de los niños a la institución; una foto del museo, de los murales tan bonitos... una ruta de turismo de la tristeza.


Cancha de antigua escuela de El Placer. 2016. OCM
Y, como hace algunos años cesó la violencia extrema, entre las personas de la región (y no hay que engañarse, entre muchas personas del país), la pregunta que surge es, ¿pero por qué tanto dinero para las víctimas y los demás qué? Es muy fácil responder diciendo algo como: es necesario garantizar la reparación, porque estás personas sufrieron daños que en realidad son irreparables. 

Aula, Museo de la Memoria de antigua escuela de El Placer.
OCM 2016
Entonces viene el reconocimiento. Sería imposible pensar en un olvido del esclavismo en américa, por ejemplo. Documentos como el de Fray Bartolomé de las casas en los que se describe cómo, casi con la misma sevicia paramilitar, los españoles torturaron y acabaron con los indígenas; estos documentos han servido para el reconocimiento de violencias que se mantienen durante siglos sobre poblaciones excluidas en Colombia. De hecho, ahora que lo pienso, no es casual que sea otro cura, el cura de El Placer, quien comenzara a armar un museo de la memoria, en plena guerra, para resignificar estos objetos, ollas con un agujero de bala, botas, uniformes y otros elementos de los guerreros, así como objetos personales de la población que de una u otra forma se reconocen como marcadores de memoria durante las ocupaciones de los diferentes ejércitos en su vereda.


Con todo, la crónica de Fray Bartolomé, para seguir con el ejemplo, es un documento espantoso y hasta amarillista. Su objeto era denunciar, y ahora sirve para recordar y no repetir. Y qué va! casi quinientos años después de esos eventos, la situación se replica aquí, muy adentro de Colombia, en las márgenes de la sociedad centralista y urbana. En estas denuncias el centro del discurso descansa en la idea del sufrimiento. 

No puedo negar que me encantaría que personas con algún trastorno de personalidad, que han perdido la posibilidad de sentir empatía, como Paloma Valencia por ejemplo, pudieran asistir a estos espacios, e intentar al menos reconocer la necesidad de la paz, y no sólo del SÍ, sino también del PostSÍ; de la necesaria implementación de medidas para una paz territorial que garantice la vida en esos territorios donde ya están reemergiendo fuerzas de distintos bandos para tomar el control sobre estas zonas dominadas históricamente por las Farc.

Hay una responsabilidad del lector, del consumidor de estos espacios. Estas fotos de la memoria son tomadas por alguien, unos otros que construyen relatos de un horror no sufrido en carne propia, otros que andan cómodos detrás de una cámara en un lugar que no es suyo, retratando territorios que no sufrieron, desde posiciones al menos más privilegiadas que las de las personas que vivieron y viven bajo estos regímenes. Ese otro tiene una obligación diría yo que moral… ¿o ética? La pregunta, es, ¿cuál?

Río.

No basta con sentir empatía por el horror, es necesario una empatía por la recuperación, reparación, reconstrucción, y actuar de una u otra forma, para lograr superar el conflicto actual. Desplazar el eje del sufrimiento a la recuperación. 

Será necesario aprender... creo, entrando en la foto, saliendo de la zona, es necesario aprender de lo que sucede aquí. Reconocer el ejercicio hecho desde lo local para seguir viviendo, para inventar una nueva vida, desde la muerte, la zozobra y el dolor. Repertorios locales que contemplan alternativas para resolver los conflictos venideros, y para enfrentarse y defenderse frente otras acciones de terror y violencia. Es necesario reconocer y aprender, además del dolor, de estas fórmulas que se han inventado todas estas personas para superar el miedo. 



viernes, 18 de noviembre de 2016

Resiliencia territorial

En un esfuerzo por escribir, y sin nada que decir por sobresaturación de información:

Con tantas heridas de muerte, y algunos testimonios de resurrección, ¿a quién le dan ganas de escribir? Lo cierto, es que Puerto Legísimos es un verdadero sobreviviente… si es que uno puede llamar así a un territorio. Ayer de regreso al Puerto de Puerto Legísimos, cuando la camioneta de transporte público se detuvo en una bomba de gasolina, una voz insistente me sacó del letargo del viaje. Yo luchaba por abrir los ojos, por salir del sopor que me invadió el sueño sin que me diera cuenta, y regresar a la vida después de horas de carretera con y sin asfalto. Esta voz de miles quejas se impuso como realidad de sol de tarde, de sol escondiéndose. El hombre de la bomba sonreía y miraba a la mujer, una señora grande, grandota, rubia, y con canas, bronceada por el sol y los años me imagino, con una camiseta azul aguamarina, de pie, al lado de la bomba de gasolina. Muy disgustada decía algo como: “pero como me molesta que hablen mal del territorio! No señor, aquí es donde vivimos, de aquí sacamos para comer, aquí viven sus hijos, si se va a quejar mejor váyase a otro lado, pero no hable mal del Puerto”.

Es sorprendente. De haber vivido aquí hace unos años mi construcción territorial sería diferente. El Puerto sería el Puerto Infierno. De hecho no está muy lejos de eso. Es un lugar extraño, de un humor enrarecido por miradas y silencios que se ciñen sobre uno. Como hace tanto calor, en el Puerto la gente sale en la penumbra, y se viste de ropas bonitas. Y de cuando en cuando uno se encuentra con estas personas, grandes como ellas solas, con estos vozarrones, en la plaza, en el instituto, en la alcaldía, en las bombas de gasolina, hasta en los libros, diciendo que el Puerto es el Puerto, a pesar de todo lo que le ha pasado, la gente del Puerto tiene derecho a vivir del Puerto, ¿y quién puede decir que no? Así uno esté como dormido, y no entienda muy bien de estas tierras por vivir tanto en el altiplano centralista, el Puerto existe, y existe muy bien, nombrándose a pesar del calor, de los zancudos, de los ríos inundados de tinto, de las calles llenas de harina, de las piscinas con caimanes, y de los fríos que se meten al cuerpo cuando uno visita los ríos cementerio. 

sábado, 5 de noviembre de 2016

Territorios

Son varios los lugares donde se anidan mis sonrisas. Esas cosas raras que además de mostrar los dientes, me tiran del esófago hacia afuera, donde no lo había pensado, y se amarran con un placer, casi extraño para mí, a colores, sabores, ideas, texturas, sonidos, que están bien lejos de mi espacio geográfico actual. Y es muy extraño, porque esto no hubiera podido suceder en el siglo XIX. Estos lugares, que he visitado, me revisitan a través de esta pequeña pantalla que llevo a todas partes, y se aparecen en la noche menos esperada, con una canción, una imagen. En realidad esos lugares ya no existen, son sus signos, que andan caminando por una red tan misteriosa como el espíritu santo, y como diez mil veces más asequible (a no ser que uno viva en el Amazonas, allá este poder mágico no sirve para absolutamente nada).

¿Será por eso tan difícil cambiar el nombre de un contacto? ¿Bloquear un remitente? ¿Eliminar un paisaje de una plataforma virtual que debería ser insignificante?


Qué extraña esta territorialidad tan tibia, rica en colores y sonidos, pero sin piel.

domingo, 30 de octubre de 2016

Preguntas desde legísimos y eufemismos.

Es evidente que soy muy torpe caminando en espacios sin cemento. No lo disfruto, tampoco lo reniego. Solo me pongo de pie y sacudo la arena de mi pantalón, inspeccionando de lado a lado para comprobar que nadie se ha dado cuenta de que caí, resbalé y quedé sentada con el teléfono en la mano intentando tomar una foto pasando desapercibida. Porque es bastante complicado tomar fotos en lugares donde la gente tiene miedo.

Y quiero tomar estas fotos porque de no hacerlo olvidaré las descripciones. El niño jugando lejos de la mirada de su mamá, que trata de acomodarse un poco saliendo al sol, de seguro decepcionada por alguna gestión fallida en la alcaldía (idea para un texto de ficción?).


Y guardo el teléfono y camino hacia la entrada con un montón de dudas.

Es un poco difícil esto por aquí en Puerto Legísimos. Porque es díficil entenderlo. Funciona como en rumores y cosas que no se saben. Uno podría dividir de manera insolente y ligera la vida en grupos de gente que transita de un lado a otro. Pero se puede decir que están los del pan, que hicieron horribles panes entre 1999 y 2006, porque querían sacar a los de las arepas, que llegaron a la región desde los años 70 del siglo pasado. Los de las arepas, hacia el 2006, volvieron a ganar el monopolio de la harina. Pero no es tan fácil. El tinto, que es otro producto que se da en la región, y que es extraído por varios empresarios, tiene un juego extraño, porque en toda esta lucha de la harina, los tinteros son los únicos que han sobrevivido, al lado de los centros poblados en los que se han sucedido peleas espantosas.

Pero como el tema de la harina está en discusión nacional, la cosa se ha calmado, y se activan nuevas (o viejas?) situaciones. Si no se puede producir más harina, ni se puede sacar tinto, o fantasía, entonces qué vamos a hacer? y ese es un problema serio porque hay gente que sólo vive de la fantasía contaminando los ríos de los que viven del pescado.

y habrá más cosas que preguntarse sobre las hilanderas, porque las hay de todas las clases, y con todos los remiendos, cosidos o por coser.



jueves, 6 de octubre de 2016

Las luciérnagas

El río, que es uno y miles, tiene un atractivo extraño que es mucho más poderoso que el del mar (en mi caso). He concluido en estos últimos años que, como algunas carreteras, el río tiene un efecto mucho más contundente que muchas sustancias psicotrópicas. Uno va en un bote cualquiera mirando el agua y la ribera y dos minutos después está entendiendo que cuando a los tres años su mamá no recogió el juguete que se cayó de la mesa de noche se perdió la confianza en la humanidad. Y uno reacciona y dice... Pero de por dios, qué estoy pensando?

La idea de jugar con el río no surge porque haya tenido grandes experiencias con él, crecí en Otra Parte (bogotá), y lo mejor que se puede sacar de ese río es un hongo mortífero que tumba hasta las uñas de las orejas.

Comencé a jugar una tarde de tusas políticas, mirando mi biblioteca sin ganas de leer nada y encontré de nuevo La Vorágine. Y dije, está bien, el inicio del texto es algo rimbombante, hasta cursi para un país que ha cantado en todos los estilos y tonos la violencia, pero hay que concederle que es uno de los textos modernos que habla en un lenguaje muy parecido al de inicio de siglo XXI sobre ella. Entonces hice mi propio inicio:

Antes de que me hubiera apasionado por oficio alguno, jugué mi corazón al azar y me lo robó la derecha. No viví bajo ninguna forma de gobierno liberal o progresista que lograra impactar en la vida cotidiana de sus ciudadanos, excepto, tal vez, entre aquellos que ayudaban de manera directa en su embate contra la desigualdad. Y luego de unos años de errores y aciertos, la izquierda fue desplazada de Otra Parte por un sector arribista, con discursos desarrollistas y excluyentes, disfrazado de movimiento verde.

Decidí salir de Otra Parte.

No tenía nada que perder  porque, como Alicia, lo había perdido casi todo.

Entonces llegó Leticia, un nombre en nada parecido a Otra Parte, que se dibujó como una promesa de lo desconocido, la idea de un calor húmedo arrastrado sobre la espuma de un río ocre que se mueve serpenteante a lo largo de muchos kilómetros.

No busqué a Leticia como un objetivo, fue una huída. Antes, claro, lloré sobre el cadáver más bonito de Otra Parte. También lloraron las mariposas negras y se comieron las patas por pura vergüenza de existir. Ni siquiera la muerte se atrevió a entrar a la velación con tanto olor a risas. A quién se le ocurriría que el polvo podía cubrir hasta las humedades más calientes matando a tanta gente de aburrimiento. Y lloré la muerte de un cadáver vivo que se sabía muerto, se recordaba muerto. Qué exageración, dijeron las luciérnagas, pero es que ellas no pueden recordar las malas noches porque siempre alumbran.

martes, 20 de septiembre de 2016

Irse

Qué difícil es irse, creo que es incluso más difícil que llegar. Irse es comenzar a elaborar el recuerdo de una vida que está en presente. Y eso es una mierda porque uno no quiere que se diluya en verbos en pasado. ¿En qué momento, actividades que solía hacer hace un mes, o dos meses, comienzan a leerse en pasado, no sin un cierto dolorcillo?, porque aunque aún estoy en el amazonas, ya las pienso en mi futuro recuerdo: "ahhhh, una vez, cuando vivía en el amazonas, jugué en un neumático inflado en el meandro del Takana. Casi me ahogo, tragué agua de río, me dijeron que por eso iba a vivir para siempre allá (mentira). Entre ahogo y ahogo me reí hasta el cansancio, algún bicho rozó la piel de mi pierna y me dejó un sarpullido, alguien me dio una mano y me dijo que confiara, y salí del agua apoyando mis piernas temblorosas en el tronco de un árbol caído en la mitad del cuerpo de agua. Creo que para ese entonces ya caminaba descalza sobre las hojas y la tierra negra y húmeda de la ribera. Subí a un pequeño puente de madera, con una capa de plástico que me puse para no mojarme más ni con agua, ni con hojas, ni con tierra; me veía graciosísima escurriendo agua y sudor, jugando con un bon bon bum que sabía a río, y con una carnada que no atrapó ni a un solo pez"