Los loros llueven a las seis de la tarde. Miles de ellos
bailan igual que las olas pero sobre las copas de los árboles del parque
Santander como si necesitaran ser rascados y reír. Los loros se meten bajo las
carpas del festival gastronómico, y los chefs y meseros los ignoran como se
ignora a un zancudo, casi todos lo hacen con excepción de los turistas; la
gente anda como si no pasara nada bajo sus faldas, entre sus juegos de pelota,
por encima de sus sombreros, sobre los puestos de cigarrillos y golosinas,
entre los que salen de la iglesia, como si los loritos no planearan entre las
mesas de las conversaciones marxistas, o del grupo de mujeres hippies new age,
entre los antropólogos, biólogos y el ejército de ingenieros que vienen a
construir en el Amazonas; los loros sobrevuelan entre los dealers del parque
que probablemente van en búsqueda de compradores de marihuana, y asustan a una
chica que está entre los artesanos evaluando entre el millar de aretes,
pulseras y collares de plumas, semillas, y colores, como todos los colores del
parque Santander, y también pasan al lado del policía que mira a uno de los dealers
y no hace nada porque es un soldado raso y no puede jugar con la mafia local.
Uno de ellos vuela sobre mis rodillas que apuntan hacia la cancha de fútbol
frente al puesto de comidas en el que festejamos, como cualquier viernes,
nuestras miserias y la incapacidad de estar solos en un pueblo de cemento
construido en la mitad del Amazonas, todos huidos y viviendo como si todo eso
que nos pasó en Otra Parte ya no nos pasara más. Variedades de eventos biográficos sin resolver: el divorcio, la estafa, la pérdida
de trabajo, los amantes, el dinero. El miedo.
Nos miramos, sonriendo, como si nada pasara, como si
hubiéramos llegado nuevos y reseteados a este lugar.
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