La caída de Alicia

Este es el primer borrador, de miles de borradores, de un proyecto que inicié en el año 2012. Aún requiere bastantes correcciones. Especialmente en la Voz del primer capítulo, y en el contenido del último.

Oriana Cortés
Nueva Versión!  Noviembre 26 de 2016




LA CAÍDA DE ALICIA
(Título provisional)

La Caída de Alicia




Contenido
1. LA ESPERA
2. PASEO EN BICICLETA.. 9
3. LA LLEGADA.. 22
4. EL ESCAPE. 36
5. LA ESCRIBIDORA.. 44
6. LA CAÍDA DE ALICIA.. 51
7. Ediciones. 54

LA ESPERA

Si fuera un calor seco como el del desierto, Alicia se atrevería a hundirse en las lagunetas de la selva y beber de ellas sin que le importaran los caimanes, serpientes, sanguijuelas, o el E coli.  Pero este calor es húmedo,
Húmedo.
El aire es pesado, y sus sudoraciones son tan abundantes que le es necesario cambiar de ropa al menos tres veces al día porque tales humedades no son un alivio, al contrario, le generan alergias e irritaciones.
Es un día difícil, no hay luz eléctrica, una de las torres de energía ha cedido con un tramo de la única carretera que comunica su vieja casona con San Blas, lo que quiere decir que no hay ventiladores, ni hielo, y tendrá que hacer un esfuerzo sobrehumano para mantenerse ocupada en medio de una selva húmeda, sin tener nada que hacer.
Se sabe derrotada, está acostada en su cama, incapaz de levantarse, incapaz de conciliar el sueño. El sol de las diez de la mañana ha invadido el caserón, sus rayos se cuelan por los ventanales grandes y viejos, y calientan los pisos de cerámica de los que parecieran brotar humaredas de calor que hacen bailar el polvo. Observa una loza de cerámica desde la orilla de su cama y susurra:
Nada. Nada que hacer.
El polvo siempre está allí, por más que se esfuerce en pasar el trapero y la escoba, siempre hay arenitas pegadas a sus pies, nada en esa casa escapa a la tierra y al sopor. Ni siquiera su cuerpo se siente limpio en la vieja pileta del patio, donde pasa tardes enteras sufriendo el espectáculo del sol escondiéndose.
Es imposible olvidar su situación geográfica, territorial. Está allí y no puede evitarlo. Es peor aún con su noción del tiempo, porque ha perdido todo significado. ¿Cuánto ha pasado desde que llegó al valle del Río Negro? un año que vale diez de puro calor, tres de algo de trabajo y unos cuantos decenios de espera, expectación. La palabra le parece bonita y juega con ella como si la dejara deslizar entre sus dedos, expectación sofocante, expectación sudorosa y luminosa, expectación derrotada.
—Una mujer expectante –susurra y ríe, —espectadora, pero con “s” que es pecadora.
Se siente estúpida hablando sola, intenta escuchar una voz, algo que le recuerde que hace parte de una comunidad, de una especie, de gente como ella, con dos piernas, manos, bocas y ojos, como los ojos de Benavides que no podrán venir a visitarla con la carretera cerrada.
¡Cerrada! –Esta vez grita para salir del ensueño y despertar.
Trata de no pensar en eso, ni en el alivio que siente con su llegada, vestido como cualquier campesino, con sus botas de caucho y sombrero, todo para acostarse con ella, pero más que nada, para mirarla; para que ella pueda sentir sobre sí la mirada del otro que le da existencia.
Alicia se pone en pie, lenta, perezosa. Debió pintar la habitación de blanco como se lo propuso la primera semana de su vida en el caserón. Debió instalar un sistema de sonido, jugar a ser un conquistador, como su marido, movilizar gente, negros gente, indios gente, hasta blancos gente, pero blancos pobres, como los pobres infelices que levantaron esta construcción hace setenta años. Ellos transportaron el cemento, las puertas, esos espantosos muebles de florecitas y colores pasteles que amarraron sobre los lomos ásperos de los burros, llegaron por caminos improvisados como en las grandes empresas coloniales. Al menos, Alicia hubiera podido adecuar una habitación para ella, donde pudiera leer, pintar, hacer cerámica, ¿por qué no?, dedicarse a esos viejos oficios que a las mujeres de la época colonial tanto les atraían, hasta hubiera podido aprender a bordar. Sonríe.
Observa por la ventana, más allá de los árboles que inundan el valle del Río Negro, se detiene en las montañas del fondo donde está Alfonso explotando su mina, si es que sigue vivo. A Alicia le gusta pensar que lo abandonará cuando aparezca. Después regresará a la ciudad, hará un doctorado en historia, terminará su vida enseñando en alguna universidad, y recordará esta época como un sueño de encierro tras capas y capas de árboles, y micos, y hombres con armas que transitan de vez en cuando por su casa. También está segura de que olvidará a Benavides, porque cree que es con el humor de la selva que se le hace necesario. Se detiene en el espejo que cuelga al lado del armario. Así la encontraría Benavides, con el cabello revuelto, negro y liso, sus labios delgados y la piel morena sobresaliendo bajo ese gran camisón blanco. Está demasiado flaca y ojerosa, lo que es extraño porque lo único que ha hecho la última semana es dormir. Se dirige hacia el salón principal de paredes de color azul pálido y grandes ventanas que ella ha cubierto con sábanas viejas para evitar el sol. Un poco antes de mitad de siglo XX, en este mismo lugar, bailaron las tías y abuelas de Alfonso, todas blancas y de aspecto débil, maquilladas y ataviadas con sus mejores trajes, a pesar de la humedad y de la temperatura. Hay que tener en cuenta que eran mujeres acostumbradas al calor, extraídas de las raíces de la elite del Puerto, probablemente el lugar más caliente del país. Caliente literal y figurativamente porque, desde el principio, el Puerto fue invadido por empresarios de dudosos métodos, casi todos traficantes de caña, arroz, oro y gente. Todo eso Alicia lo sabe.
Cuando todavía podía viajar y hacer, y no solo esperar, caminaba hasta la carretera que la llevaba al pueblo. En San Blas leía documentos del archivo de la iglesia: censos, cartas, relatos de visitas, encontró hasta un diario de un pobre soldado que sabía escribir en el siglo XVII. La mirada chismosa del cura sobre su cuello y la invariable pregunta ¿Encontraste algo con valor histórico, o tendremos que esperar hasta mañana? Ella detestaba ese momento, porque el cura quería hablar horas y horas sobre temas religiosos, las noticias, la familia, la moral, los salmos, y cosas por el estilo, mientras ella solo esperaba ir al hotel, tomar una cerveza, fumar un cigarrillo, escuchar Artic Monkeys en su Iphone, y masturbarse.
En este momento Alicia recuerda que el pueblo está vetado para ella desde que su romance con Benavides fue el postre de los almuerzos opíparos de los feligreses. Aunque desde el principio estuvo destinada al ostracismo, pues no se veía bien que una jovencita de la capital anduviera metiéndose en las casas de las familias para hablar todas las tardes de una historia que nadie quería recordar. No es que extrañe a la gente de San Blas. Al final todos le parecen unos godos de mierda, como si la vida no los tocara; extraña el internet, el teléfono, la señal de televisión, descargar música, leer el periódico de las ciudades que se le antoje, en los idiomas que quiera, le hace tanta falta ver documentales que hasta se aguantaría un especial de conspiración, la historia de los iluminati y su relación con la muerte del famoso hollywoodense de turno. La idea de que exista una cultura como la de Hollywood la pone de malas y de nuevo se reprende por dejarse llevar a lugares que no va a alcanzar, ni a visitar, porque está estancada en un islote rosado y pomposo en la mitad de un mar verde. Se le revuelven las tripas al recordar el silencio cínico con el que castigaron su transgresión. Fue una cuestión de minutos, la imagen lastimera de la esposa de Benavides llorando en la casa cural por las continuas desapariciones de su marido y por las infinitas señales del acto carnal en su cuerpo y ropa, viajó de casa en casa entre la tarde y la noche de las fiestas patronales de San Blas. Al amanecer, todos, comenzando por el cura que fuera tan cordial, le dieron muerte social  con miradas perdidas que la atravesaban y hacían de ella un ser invisible, algunos le propinaron empujones por no desviar sus propios caminos en su estúpido intento de negarle hasta el espacio.
Suspira agotada, busca el radio viejo y con esfuerzo logra poner la única emisora que entra: El Acuario del Lazarillo, noticias y misas. 
Después de que relatan de nuevo el derrumbe de la carretera, que al parecer se debe al invierno, un invierno de ficción que se traduce en más lluvias, sopor y zancudos, y de que comunican que el alcalde va a tomar las medidas necesarias para habilitar la ruta al mar que atraviesa la selva, Alicia busca la grabadora de voz que compró en Pereira, y para la que tiene incontables pilas de repuesto y un par de memorias extraíbles. Selecciona uno de los primeros archivos que grabó, la voz de un campesino de San Blas se reproduce:
—Eso por allá es difícil, sólo los indios caminan en la selva, uno solo se pierde. Allá se perdió Ariel, el hijo, cuando tenía cinco años el pelaito salió de andariego para cazar micos, duró cinco días dando vueltas, si no fuera por un paisano, el pelao hubiera muerto.
—¿Usted nunca ha caminado por allá?
—A la casona fui una vez, porque había que conocerla, tanta gente dice que parece un castillo por lo grande, es que uno por acá no ve de eso, las casas son así, como estas, pequeñas. La otra vez fue por un tío que quería ir a la mina. Subiendo por la cuchilla, y bien cansados porque el camino es duro, nos encontramos unos compañeros que venían pálidos y sudando frío, dijeron que vieron muertos, que por allá no subiéramos.
Alicia detiene la grabación, la pila está agotándose y después de todo no quiere a Demetrio contando la historia de nuevo. Pobre Demetrio triste, obligado a vivir en un pueblo que aborrece por el calor y la brujería. Para colmo, enfermo por un maleficio que le mandó uno de los brujos, aunque no sabe de cuál, porque en un pueblo donde viven negros, indios y blancos pobres, la brujería se respira de cualquier color. Hasta suya podría ser, le había dicho esa tarde en la que hizo la entrevista. Entonces, la casa de Demetrio, oscura y fresca, olía a caldo de gallina y a humedad, y en la pared del comedor colgaba una estatuilla de Nuestra Señora de los Ángeles, una virgen morena a la que le habían colocado casas diminutas de cartón en sus manos extendidas. Demetrio le había explicado que para subir a la montaña se necesita un grupo y, al menos, llevar un contra, si es que no se tenía brujo para dominar los animales y espantar los maleficios. También le había advertido que las mujeres no pueden subir porque se enamoran de Liniadó
—¿Y quién es Liniadó?
—Esa historia es muy larga
Como si Demetrio no supiera que ella tiene todo el tiempo del mundo, que hasta podría escribir la historia entera, y a mano, sin su computador que se arruinó con el voltaje variable de la energía eléctrica. Un computador que se llevó consigo el primer centenar de imágenes que ella misma había sacado de los indígenas, las jornadas de pesca, el trasteo a la selva, algunas con el rostro de Alfonso, que a veces creía estar olvidando, y de los horribles insectos que la espantaron al principio, con los que ahora parece convivir de manera pacífica como en cualquier matrimonio viejo, ella no se mete con ellos y ellos la dejan en paz.
Prepara y come unas lentejas, como todos los días, pensando que aparecerá Alfonso y deberá tener energías para recibirlo, echarlo y largarse. Lava la olla de la que comió directamente, disfruta el agua fría que se confunde con su sudor. Por la ventana de la cocina ve a un sirirí sobre la copa de un árbol comiendo glotonamente su presa, probablemente un gusano. El ave le parece dulce, será la misma que peleaba con un gavilán hacía unos días, temeraria, sin que pareciera importarle el tamaño de su contrincante. Al final levanta el vuelo ante las primeras gotas del aguacero. Alicia camina animada hacia la pileta que está en el patio, la construyeron para almacenar el agua lluvia que se usaría en el lavado de los pisos y trastes. Se hunde en ella y siente los impactos de los goterones sobre su piel, sobre sus piernas flacas y largas, sobre sus brazos y su espalda. Permanece unos segundos bajo el agua. Recuerda el aguacero que caía la tarde en que decidió acompañar a Alfonso a la selva para explotar la mina que había heredado. Llovía a mares y la ciudad estaba gris, el frío se colaba por las rendijas de ventilación y los espacios entre las puertas. Temblaba a pesar de estar envuelta en varias capas de ropa.
—Piénsalo bien —le había dicho Alfonso, —la casa se pagaría sola porque la arrendaríamos. Podrías tomarte un tiempo para que averigües lo que quieres hacer y para alejarte de María, hasta podrías vincularte a alguna ONG, en el peor de los casos, podrías investigar la historia del lugar con los archivos de Quibdó y de Pereira. No tienes nada que perder, no tenemos nada que perder, ya lo perdimos todo.
Ella estaba sentada en la cama, sus piernas abrazadas con los brazos, observando la lluvia caer por la ventana. A pesar de que Alicia es del tipo de las que se piensan los asuntos durante días, y hace listas de pros y contras, esa vez no lo pensó. Se fue sin detenerse en reparos sobre la tía María, el trabajo, la casa, el carro o la hipoteca. Alicia vuelve a la superficie, toma aire, el aguacero está en su punto máximo, escucha truenos, los grillos han callado, y el agua parece borrar el nombre del calor, ella sabe que en unos cuantos minutos, cuando acabe el aguacero, la atmosfera será tan sofocante que tendrá que cerrar las ventanas y puertas en el embate contra la evaporación de las humedades sin un solo ventilador. Se hunde de nuevo cerrando los ojos.
—Es muy buena idea –dijo la tía María, —no lo había visto tan claro en ningún trabajo, bueno, en los indigenistas tal vez, en los que hacen los antropólogos, pero es bastante innovador lo que usted hizo, porque relacionar la nación con la cultura se hace en otros contextos. La comparación entre la idea de cultura indígena con la idea de nación, la que se construye y se defiende de otras naciones, permite entender muchas cosas
—Claro tía, porque si ves, hay un carretazo legal sobre la patria, la ciudadanía, y un montón de ideas guerreristas, y fíjate que cuando hablan de los indios y sus culturas hablan de “personalidades”, de “ethos”, de “maneras de ser” particulares que caracterizan a la nación. Al final lo que están diciendo es que los indios están en la patria, pero son de otra nación.
—Sí, dicen eso, pero eso no es lo que usted dice, ni siquiera usted sabe qué fue lo que escribió, y lo que entendió.
Perra, piensa Alicia saliendo del agua, el aguacero está acabando, los golpes de las gotas sobre los árboles han perdido contundencia. Se escucha el murmullo tímido de algunos micos y aves. Se alegra de no verle la cara a esa mujer. Toma un poco de agua en la boca y la escupe en un silbido. Flota sosteniéndose de la orilla de la pileta que no mide más de dos metros de ancho y de largo. La quisiera ver aquí, perdida en el último relicto de nación, en medio de la selva, en este caserón que se levanta como una huella imborrable de los patriotas intentando desaparecer a esas naciones salvajes. Los patriotas salvajes, ríe divertida, un montón de payasos después de todo. Se hunde de nuevo deseosa, siente sus piernas, su pecho, mueve su tronco pensando en los bailes rápidos y epilépticos de las canciones de moda en Pereira y en San Blas, tiene ganas de tirar, no solo quiere sexo, quiere tirar como si estuviera poseída, como si una criatura selvática y fálica la agarrara por la cintura, se detiene, de nuevo toma aire. Decide no masturbarse porque el calor será insoportable después de la lluvia y el agua no alcanzará para enfriarse. Flota un rato más pensando en Benavides, ya no regresará; quiere vendarle los ojos y abusar de él en la pileta, en medio de la lluvia. Es una estupidez desearlo después del escalofriante episodio en el pueblo, su mujer no lo dejará ni acercarse a la selva, hasta algún maleficio le habrá mandado (*Nota: de hecho sí lo hizo, dos días antes de las fiestas patronales, una semana después de enterarse de los amantes. Hay que ahondar en este punto más adelante), por eso será que Alicia está anclada a esa casa como si la hubieran amarrado con una cadena sin poder flotar más allá. Si tuviera la fuerza y la valentía para subir a la montaña, sin miedo a perderse, a enloquecer, a morir de desesperación dando vueltas por la selva, y sin el temor a encontrar algún animal espantoso y peligroso, o peor aún, a alguna bestia mítica que come las lenguas de las mujeres andariegas, entonces buscaría a Alfonso.
Antes de que acabe la lluvia sale del agua, la piel le pica por el calor, busca una toalla, y se seca en su habitación, masajea su cabello sentada en la cama.
—Desenrédate bien el pelo, Alicia —gritaba su tía María cuando la veía arreglarse. —No quieres ir por ahí luciendo como una desechable.
La tía es un encanto de mujer, dulce, dura, una anciana atractiva, no es fea, de hecho se arregla bastante bien, con trajes y zapatos caros. Alicia susurra como si fuera la misma tía maría:
—Es una decepción que Alicia pierda su tiempo así, porque su trabajo, su mal trabajo, ha sido un desastre.
Hay que anotar que Alicia está detestando a su tía porque no ha conseguido avanzar en su propia investigación sobre la historia de la mina de oro. Por lo general Alicia admira a María, y no sólo eso, espera su sonrisa de aprobación, los ojos le pican de emoción cuando le dice al fin diste con el punto. Alicia es consciente de que su tía es una de las mejores intelectuales del país, es bastante exigente pero hay quienes son más duros con sus estudiantes. En este momento no le concede ninguna virtud, solo recuerda sus grandes defectos, como los largos discursos sobre los problemas de la nación, del racismo, del clasismo, del sexismo. Se da crédito por soportarla, y aquí vuelvo a sus pensamientos: por no ceder ante la presión de una mujer obsesionada con la puntualidad, la humillación pública, con la terrible manía de culpar al millar de sus asistentes personales, todos jóvenes, recién graduados infantilizados, que han perdido la voz y la confianza, que ya no son nadie, solo una horda de caníbales que comienzan a atacarse cuando la iluminada ha abandonado el edificio. No habría resistido una semana trabajando para ella. Alicia deja la toalla en la cama riendo, recordando el rostro iracundo y enrojecido de la tía María en su último encuentro. No había rastro de la tan característica delicadeza de María en sus conversaciones entre la clase alta, sus avances con hombres exitosos y solteros, y sus discursos sobre el amor y la justicia. Alicia no volverá a soportar nada de esas conversaciones, no después de tanto silencio y del sonido de los grillos, de los alaridos de los micos, de la caída del río y su golpear en las piedras ígneas y metamórficas que descansan en su lecho. Tendría que asustarla aún más, hacer algo aún más inesperado para que la excluya de su círculo de afecto sadomasoquista, porque no hay mejor descripción para hablar del amor de María. Recuerda sin angustia la última vez que la vio. María estaba fuera de sí, gritando airada y con miedo, su cara era un punto rojo en la que se movían frenéticamente sus dientes blancos y sus grandes ojos negros, Alicia no solo sentía que se le iba a venir encima, creía que iba a morir bajo sus manos, ¿cómo iba a hacer que la nieta de los Peñaranda le lanzara al veneradísimo agregado de Alemania un montón de visas en la cara?, ¿quién se creía esa niñita simplona para atacar a su queridísimo amigo de esa forma? Ríe cuando se ve respondiéndole, gritando y enrojeciendo ella también, es una pena que no nos vayan a invitar más al club, tía, y es que era realmente una pena que al agregado de Alemania no considerara humanos a los pobres remedos de Ulises colombianos que querían ir en busca de aventuras al otro lado del mundo, porque en últimas, eran unos protohumanos que quieren nacionalizarse, unos tipos que por patria tienen a una puta enferma y van a infectar nuestra nación, y eso a pesar del remordimiento que los alemanes de su edad parecieron heredar, del nunca más y de los museos del horror y de la memoria, de la vergüenza por los campos, y por la creencia en las naciones, razas y sangres puras e impuras. Y los indios, piensa riéndose, acostándose en la cama con los brazos extendidos y mirando al techo, los indios puros que tanto admiraban, ahora usan botas y camisas, con pantalones de jean y hablan español, esos indios que son hijos de los pobres miserables blancos que llegaron acá y que de seguro violaron, forzaron o hasta se enamoraron de las indias, ¿qué tan diferente habría sido la historia si hubieran sido las mujeres, las mujeres blancas, altas y delgadas que vivieron en esta casa, las que hubieran abandonado todo para irse con los indios? Mejor aún, ¿las que, desde su posición de privilegio hubieran dominado, engañado, forzado o violado a los hombres que encontraron? Las hubieran juzgado por su falta a la moral y a las buenas costumbres. Evidentemente Alicia está molesta.
Fuma el primer cigarrillo de la noche sobre el mesón de la cocina, observa el patio, ve la luz de la luna sobre el prado. Es una noche terrorífica, como todas las de luna llena, porque hay luz, y con luz todos pueden asesinar a todos. Así fueron las grandes masacres, tres noches de luz han sido suficientes para que durante siglos la gente se mate por el oro, o por el río, o por la tierra. Fue en una de esas noches en las que Alfonso le mencionó que ya era hora de irse, que hasta aquí había llegado ella, no por ser mujer, sino porque alguien debía quedarse cuidando la casa, reuniendo alimentos y esperando en caso de que alguno volviera enfermo, ella debía quedarse allí para hacer el relevo, para poder atender los cuerpos fatigados de sus compañeros.
Hablaron en el patio tratando de escapar de los oídos ociosos de los jóvenes emprendedores que lo acompañarían en el viaje. Por principio Alicia no discute en público, tampoco habla de cosas serias frente a nadie, aunque hablar es mucho decir, lo que hicieron fue intercambiar gruñidos y suspiros, ella se acercaba tocándole uno de sus brazos.
—No —le decía aterrada.
—Hay que hacerlo —respondía Alfonso, ella se alejaba herida y gruñía, y él gruñía de nuevo:
—¿Qué puedo hacer?
Podía hacer lo que quisiera, podía irse si se le diera la gana.
—Es poco.
—El tiempo no existe aquí, Alfonso.
De seguro él pensaba que Alicia estaba existencial en plena selva, ella lo sabía y eso la llenaba de rabia. Desde la ventana de la cocina miraba Javier, el jovencito que iba a llevarlos, el nieto del trabajador de los Buenahora, estaba lavando unas papas, mirando el extraño baile de gruñidos.
—Si te vas, vete ya, se te va a hacer tarde.
—No va a tomar tanto tiempo. Son unos días, luego regreso y miramos como está la cosa.
—No –dijo ella. Porque si el asunto va mal, él tendría que volver a la mina, y si el asunto va bien, él tendría que volver a la mina.
—Tú sabías esto, Alicia.
Sí, mil demonios sí, pero no. —¿Qué voy a hacer acá y sola?
—No tardaré, vale la pena
—¿Sí? —. ¿Y las bandas criminales?, ¿es que no ha escuchado lo que dicen en el pueblo?
—No es mucho, regreso antes de lo que piensas.
—No sabes.
Eres de Otra Parte, no vayas a la montaña, no subas hasta allá, te vas a perder en la selva, te vas a ahogar en la montaña, te vas a perder del camino, los chicos con los que duermes te van a vender por un diente de oro, te van a dominar, el nieto ese no es nadie, no va a arriesgar la vida por ti, no tienes el espíritu, no tienes el poder, no eres cruel, no vayas a la cuchilla, no te escapes de esta casa, no te pierdas en la selva.
—Alguna vez leí un clasificado del Times de Londres a principios de siglo XX, —Dijo ella derrotada. —Necesitaban viajeros para la última aventura en las américas. Es tan exacto, tan claro y tan contundente que lo sé de memoria. ¿Quieres que te lo diga?
—Si eso te hace sentir mejor, Alicia, hazlo.
Ella asintió sin mirarlo.
—Fue Sir Ernst Shackleton, el último explorador, decía algo como: Se buscan hombres para viaje arriesgado, poco sueldo, frío extremo, largos meses de oscuridad total, peligro constante, regreso a salvo dudoso, honor y reconocimiento en caso de éxito.
—¿A dónde iban?
—A la Antártica.
—¿Lo consiguió?
—Su barco se hundió y gracias a su experticia, que tú claramente no tienes, logró sobrevivir y regresar. Así y todo, murió en la siguiente expedición.
—Esta no es la Antártica. Tampoco es algo que puedas explicar desde tus historias. Esto es el presente. Y el presente es diferente.
—Pues el presente es peor; es una selva llena de armas.
—No voy a tardar tanto.
—¿Ese oro vale la vida?
—No seas tan trágica, Alicia. Ya tenemos el permiso de los guerrilleros, vamos con los indios. Las cosas pueden salir mal, pero no vamos a morir. Mucha gente sabe que estamos acá, incluido tu amigo periodista... No voy a tardar.

Y se fue por primera vez. Fue durante ese primer viaje de Alfonso que Malena y Juliana la visitaron. Viajaron desde Otra Parte sin escalas. Las únicas en capacidad aguantar un vuelo de una hora, un recorrido en bus de tres horas, y luego caminar con sus maletas por trocha, en un sendero húmedo durante algo así como cuatro horas, para llegar a la casona. Juliana le llevó un paquete de cigarrillos mentolados y varios cuadernos para que hiciera sus notas de campo; Malena llevó un par de cuadernos y dos ensayos sobre el asesinato de un candidato presidencial que disparó la violencia en el país a mediados de siglo XX. Estuvieron quince días en el caserón, más bien aburridas, pues estaban acostumbradas a verse para beber y bailar. Tras dos semanas, decidieron quedarse unos días en San Blas. Allí se emborracharon durante dos días seguidos, primero en una cantina donde bailaron reggaetón hasta con el voceador de periódicos, y luego en el hotel, donde tuvieron un par de charlas existenciales y desplegaron su humor negro. Las primeras fueron sobre el matrimonio, los hijos y la vida profesional. Los chistes, en cambio, se concentraron en la mala imagen que debían tener los habitantes de San Blas sobre ellas. Juliana llegó a decir que si los guerrilleros llegaran al pueblo justo en ese momento, harían limpieza social acabando con ellas tres, una por puta (señaló a Malena), otra por  borracha (se refería a Alicia), y a la otra por mamerta izquierdosa. Alicia ríe al recordar el chiste y vuelve a caer en su escabroso ánimo de hoy. Además de que piensa que ha perdido el tiempo con la historia de la mina, y que nadie nunca le volverá a dirigir la palabra en San Blas por culpa del rollo con Benavides, recuerda que Malena murió de regreso a Otra Parte. Al parecer, Malena y Juliana tuvieron que quedarse tres días en el Valle del Río Seco, el siguiente pueblo de camino a Pereira después de San Blas, porque la carretera hacia Pereira estaba bloqueada por una protesta de campesinos. De seguro fue Juliana la que propuso ir a bailar y a beber [*Y fue así. Malena estaba desenredándose el pelo mientras tarareaba una canción de Miranda! Juliana le dijo, ¿vamos por un té? Malena la observó extrañada. ¿Un té, Juli? Juliana respondió riendo, un aguardien té.]. Según los informes de la policía, Malena había tropezado y caído sobre el insignificante riachuelo que atraviesa el Valle del Río Seco. Se ahogó borracha atrás del bar.
Alicia siempre pensó que el muerto sería Alfonso, nunca sospechó que podría ser alguna de sus dos amigas. Esa es la crueldad de las profecías. La bruja Adelaida, que vive en el Valle del Río Seco, muy al pesar del cura y las rezanderas de ese pueblo, le había leído el chocolate meses antes del incidente. Adelaida había concluido que alguien muy cercano moriría en los próximos meses, que Alicia tendría dos hijos, y que viviría hasta los noventa y cuatro años. Tres noticias que le cayeron como un baldado de agua fría. La bruja no sabía que ella estaba interesada en dedicarse a la academia, en ser profesora y, ¿por qué no?, alcanzar el renombre de la tía María. Compungida, Alicia le había preguntado por su vida profesional mientras miraba una de las muñecas para niñas que Adelaida tenía disfrazada de una diosa de la mitología local. La bruja le dijo que no desesperara, que llegaría mucho más lejos de lo que otros historiadores lo habían hecho. Le había molestado tanto lo que Adelaida le dijo que persiguió a su amiga indígena, Rosalba, durante una semana para que le leyera el futuro. Primero se mostró lastimera, le dijo que si los presagios de Adelaida eran los correctos, Alicia misma estaría dispuesta a morir en cualquier momento. Rosalba, divertida, la tranquilizó. Para ella, Adelaida era un chiste en sí misma, y sus profecías, palabras bonitas para calmar las preocupaciones de las mujeres del Valle. Alicia no se rindió. Le pidió entonces que le enseñara a soñar. Pero eso no se puede enseñar, el brujo nace brujo. Si usted no ha soñado con nada, no va a soñar nunca. Finalmente exageró su preocupación por la posible muerte de Alfonso. Se levantó una mañana con los ojos llorosos y le dijo que tenía un presentimiento mortífero. Su actuación fue tan buena, que por un instante creyó estar atrayendo la muerte de su marido. Rosalba cantó esa noche. Un canto monótono, sudado, con una bebida hecha a base de plantas, en realidad le cantó a la bebida. Alicia no resistió mucho, durmió sentada en el sofá del salón escuchando los arrullos de Rosalba. Soñó que Rosalba tenía un bastón largo que hundía en una laguneta. Al salir, colgaba de él la ropa de un soldado. En la mañana siguiente su amiga le dijo que Alfonso estaba bien. No había encontrado oro todavía, probablemente no lo iba a encontrar. Un grupo lo acecha, le dijo, pero Alfonso tiene las herramientas para salir vivo de ahí. Alicia se rindió, no obtuvo lo que quería. Abandonó el tema de la adivinación.

—Alicia.
Escucha su nombre pronunciado por otra persona, duda por un momento si lo ha imaginado.
—Alicia —insiste la voz de una mujer, sonríe animada, es Rosalba, está en la entrada descargando dos bolsas grandes de plástico, está agotada y está sola. Alicia saluda notando que algo anda mal en ella. La mujer manotea tratando de evitar el abrazo de Alicia, habla en embera y luego pide agua. Ambas corren a la cocina y de una tinaja Alicia le sirve agua en una taza grande que su amiga bebe en unos cuantos segundos ¿Dónde están los tres niños inquietos de Rosalba? Como si hubiera leído sus pensamientos Rosalba le dice:
—Los han quitado, se los han llevado.
—¿Quién?, ¿a los niños?
—El visitador, el médico ese, dijo que estaban desnutridos ¿y yo qué hago si no hay más que plátano? porque los paracos han arruinado el resto, llevaron unas vacas dizque para la mina y acabaron con el cultivo. Eso por allá arriba está bravo, la gente está chismeando, ya no aguantan más. Y por abajo peor, la carretera la cerraron y no puedo ir a reclamarle, no puedo ir con los niños.
—Tranquila —le dice Alicia, —esperaremos unos días, y después va para San Blas.
—Algo raro anda andando, la carretera ha caído, pero se puede pasar, es la policía la que ha cerrado, los campesinos están bravos por un lado, y los morenos y los indios por otro. Y le dije a un compañero, que estaba al otro lado, que le dijera a los niños que yo los busco, así tenga que viajar hasta Quibdó. —Rosalba parece recuperar su aire cómico y cómplice, olvidando la carretera, las vacas, los cultivos y los niños le dice:
—Hay que comer, está flaca, se ve débil, ¿hace cuánto no come?  Le hace falta amor ¿no?
Alicia suelta una carcajada que crece cuando la propia Rosalba deja salir una de sus risas contagiosas. Rosalba saca un par de plátanos verdes de las bolsas que traía consigo, los asará, y comerán y reirán toda la noche, pero antes le dice como si hablara del clima:
—Me encontré a Benavides, está por allá tratando de llegar, dijo que lo esperara.


PASEO EN BICICLETA


—Marina es como un sancocho de gallina, ¿sabe? Es rico, tiene sustancia. Usted le coge el gusto desde chiquito. Lo recibe con agrado. ¡Pero el caldo aburre! A veces uno quiere un churrasco, jugoso, sanguinolento. Usted sabe que aunque quisiera pasarse la vida comiéndose el churrasco, le va a terminar aumentando los triglicéridos, y va a morir de un ataque cardíaco —dice Benavides.
—Pero, ¿cómo es?  —pregunta Gustavo impaciente.
—¿Qué?
—Pues la blanquita esa, ¡guevón!
—¿No le digo que es como un churrasco?
—Tan guevón  —dice Gustavo lanzando un manotazo al aire.
—Deje de preocuparse por esas cosas, pelao. —Dice Benavides limpiándose el sudor de la frente.
—Tiene las tetas pequeñas, deben caber en la palma de la mano. —Gustavo simula en sus manos el peso de los diminutos senos.
—Póngase más bien a estudiar. Usted está muy pequeño para pensar en esas cosas.
—Y ese culito, apuesto a que se mueve suave.
Benavides arroja la colilla de cigarrillo mirando a Gustavo a los ojos.
—¿A la capitalina le gusta que le den cierto? Tiene una cara de malvada... —dice Gustavo. Suspira.
—Bueno, callado pelao. Nadie sabe de esto, y como se enteren...
—Fresco hermano que yo soy una tumba —dice Gustavo cerrando sus labios.
Benavides le dice que viaja al Valle del Río Seco pasado mañana, y que si necesita mandar alguna cosa a los primos que viven allá, lo deje en el Hotel del pueblo, pues se quedará esta noche allá con Alicia. Gustavo se sienta sobre el andén, y Benavides entra a la alcaldía de San Blas. Alicia está buena, piensa Gustavo. Se comería con gusto todo ese churrasco. ¿Le pondría atención? Porque Gustavo tiene lo suyo. A pesar de sus catorce años ya es mucho más alto que Benavides, y no está calvo ni panzón, como Benavides, que debe tener como trescientos millones de años. Además, a Alicia Buenahora le gusta bailar, y Benavides es un viejo más bien aburrido que ni un paso de salsa se sabe. En cambio, Gustavo ha mejorado desde que Diana la enseñó a bailar bachata en la fiesta de quince años de Karen. Esta noche de festival podría sacar a bailar a Alicia, envolver su cintura, respirar en su cuello, y bajar meneándose con un reggaetón. Cuando sea grande, tenga casa y sea un abogado exitoso, podrá comprar el caserón de los Buenahora, y ser el dueño y señor de Alicia, y de la mina. No estaría mal.

Monta en su bicicleta. Da una vuelta a la plaza. Pasa debajo de la escalera del señor Ismael que está instalando unas luces en los árboles para el festival. Se detiene frente al hotel en el que se está quedando Alicia. Mira la recepción desde afuera, pero no la ve. Escapa de las mujeres de la alcaldía que le piden que ayude a levantar una placa de madera para el atril de San Blas. Al hacerlo, por poco tumba al santo, y las mujeres furiosas le gritan improperios. Gira por la sastrería a la derecha. El perro de don Omar le ladra, y lo persigue hasta que acaba la cuadra. Aumenta la velocidad pero un carro sale por la carrera quinta y le cierra el paso. Hábilmente se detiene. Apoya un pie en el asfalto y gira con la bicicleta sin caer. La hermana de Pedro está sentada en la escalinata de la casa del frente. Gustavo sonríe. Resbala. El pantalón se ha roto, pero no hay sangre.
—¡Gus marica! —grita Pedro saliendo de la casa. La niña ya no está. —¿A dónde va tan rápido?
—Estoy dando vueltas  —contesta Gustavo como quien no quiere la cosa.
—Espéreme, voy con usted.
La hermana de Pedro se asoma por la ventana. Tendrá ocho años pero va a ser un mujerón.
Dejan tras de sí las calles estrechas y cercadas por caserones hechos de bahareque y pintados de rosado. Salen a la carretera principal cubierta por las ramas de las xxxx árboles que están plantados en ambos costados. La vía es una línea recta de asfalto a la que abrazan. El olor a tierra sudada exaspera a Gustavo y avanza más rápido. Desvía por la finca de doña Virginia. Sus llantas golpean el camino destapado y se anima a hacer un salto memorable para superar el terraplén y bajar por la ladera hacia el río. No lo consigue. Queda sentado sobre el pasto húmedo, y la bicicleta unos metros más abajo.

Pedro ha hablado algo así como media hora de su viaje a Quibdó. Gustavo juguetea con el pasto. Lo arremolina y arranca.
—¡Y las putas, Gus! —exclama Pedro, —esas viejas sí están buenas.
Gustavo bosteza. Se acuesta y mira al cielo. Alicia Buenahora es la que está buena. ¿Qué hace con un tipo como Benavides? porque el man es pinta, pero no para tanto. Además, tiene mujer e hijos. Se sienta y ve a doña Virginia salir de la casa principal. Camina hacia ellos con jugos. Lo hace con esfuerzo. Gustavo corre a su auxilio.
—Usted no debería caminar por esta montaña, doña Virginia. —Recibe los vasos que producen un sonido fresco en el entrechocar de los hielos. Presiente el sabor ácido y se le hace agua la boca.
—Están recibiendo mucho sol y se van a deshidratar. ¿Y el colegio? ¿Ya está sacando buenas notas, Gustavo?
—Sí señora —miente.
—Tómense esto y váyanse para la casa. Está muy peligroso para que anden por ahí.
—¿Peligroso? —pregunta Pedro.  —Hoy es el festival. Lo que tenemos que hacer es festejar. Si va para el pueblo la saco a bailar, doña Virginia.
Ella ríe.
—Lo mejor es que se guarden. El problema de la mina está cada vez más complicado. Sobretodo usted Pedro. Tiene que apoyar a su mamá que está acongojada todavía por lo de sus hermanos, que Dios guarde a Fernando y a Julio.
Doña Virginia se aleja con dificultad. Camina lenta hacia la casa.
—A esa vieja le pasa algo —dice Pedro sosteniendo la bicicleta.
—Está asustada.
—No. Mire Gus, está cojeando… apuesto a que está con alguien en la casa.
—Si es así, mejor vámonos rápido —dice Gustavo.

Unos metros afuera de la propiedad Pedro cierra el camino de Gustavo atravesando su bicicleta.
—No es normal Gus. Podemos meternos por atrás, y tratar de ver desde el galpón qué es lo que pasa. ¿Qué tal la vieja esté en problemas y necesite ayuda?
Gustavo está de pie con la bicicleta entre las piernas. Duda. Pedro insiste:
—Vamos, miramos, si pasa algo, pues avisamos a la policía en el pueblo.
—Pedro —dice serio Gustavo, —no se va a poner de soldado. Yo no me voy a quedar a respaldarlo, no quiero problemas. La última vez casi nos reclutan por su culpa, y yo no soy carne de cañón de nadie. ¿Entendió?
—Deje la rogadera y vamos.


—Aquí mataron a alguien —susurra Gustavo. Mira el charco de sangre en el suelo que se mezcla con la tierra. Está fresco. Las escaleras que dan al altillo están destruidas, así como las estanterías de los pollos con los que jugaba de pequeño cuando su mamá lo llevaba a la casa de doña Virginia.
—¡Que va, Gus! Esto parece el asesinato de un marrano.
—¿Y la lechona, guevón? Sólo nos dieron limonada.
—Él me guiará —canta una espantosa voz bajo uno de los páneles que sostienen las jaulas de los pollos. Gustavo brinca hacia atrás y se estrella contra la puerta.
—Él me llevará al cielo.
—Es un vagabuno. No sea gallina, Gus.
Pedro arrastra un bulto de carne que está envuelto en una sudadera, y lo deja en la mitad del galpón, entre las estanterías y la escalera. El bulto se retuerce, se balancea y se arrodilla. Es un hombre viejo, sucio y untado de sangre en la cara, en las manos, en la ropa.
—No hermano, vámonos. —Gustavo se seca el sudor de la cara.
—¿Usted quién es? —pregunta Pedro.
—Yo soy el pastor, y él me guiará —canta de nuevo señalando más allá del techo.
—Este es un loco de ciudad —dice Pedro.
—¿Usted trabaja con doña Virginia?
—Él me guiará.
—Este man está hablando muy duro, nos van a escuchar en la casa. Vámonos.
—No —dice el loco alargando la o. Continúa: —El diablo está afuera.
Gustavo tiembla. El loco agarra un puñado de tierra con sangre. Su pierna derecha está quebrada y yace en una horrorosa posición. Gustavo se asoma por una de las rejas que están sobre los páneles. Hay dos hombres con armas hablando en la puerta. Otro camina hacia una camioneta parqueada al frente de la casa.
—Marica, yo me voy. Están armados afuera.
—Lléveme a Otra Parte —dice el loco. —Yo soy rico, puedo pagarle. Tengo plata, más allá de las calles de sangre de Otra Parte, tengo un templo lleno de oro. —Finalmente chilla: —¡No me dejen solo!
Pedro se acomoda encima del anciano y cubre su boca. Parece querer ahogarlo.
—Lo vamos a llevar, pero calladito —le dice al oído.
No. no vamos a llevar a ese loco a ningún lado. 
—Téngalo quieto —advierte Pedro al pasar al lado de Gustavo. Intenta ayudarlo, pero ¡qué va! ¿Lo van a asesinar? Con un balde de aluminio, Pedro golpea al loco en la cabeza. El hombre cae aturdido. Gustavo vomita.

Corren entre la hierba hacia la cerca viva. La atraviesan recibiendo los arañazos de los árboles. Agachados, ven que los hombres de la casa entran al galpón. Alcanzan a escuchar los aullidos del loco: —¡Diablos Buenahora!
Un disparo. Gustavo corre a su bicicleta. Resbala dos veces. Se levanta dos veces sin pensar en el dolor. No mira atrás, no mira a Pedro. Sube a su bicicleta aparatosamente. Avanza rápido. Su mamá debe estar preparando natilla y guarapo para la fiesta. Quiere regresar a su casa, sentarse en la escalinata de la entrada y escuchar vallenato. Quiere acariciar a uno de los gatos y ver a las niñas pasar con sus faldas de colores hacia la plaza. Quiere darle un beso a Diana, a Karen, o a la que se deje esta noche. Quiere robar una botella de guarapo y espiar a Alicia. Suda. Disminuye la velocidad al ver las casas rosadas. En la calle quinta está el perro de don Omar que lo persigue hasta la plaza central. Algunos de sus vecinos ya están usando ropa elegante. Los bailarines ensayan y las trompetas están siendo afinadas. Gustavo se detiene frente al hotel donde se queda la Alicia Buenahora. Baja de la bicicleta y se sienta agotado en el andén. Está oscuro. Han encendido las luces de la plaza. Alicia está sentada en la acera del frente, y sus mejillas están rosadas. Está tomando una cerveza y fumando un cigarrillo. 


EL DIARIO DE CAMPO


Marzo 1 de 2005

San Blas tiene mil quinientos treinta y ocho habitantes. El pueblo está organizado con los mismos patrones de la época colonial: la plaza central, la iglesia de color naranja al norte, la alcaldía al sur, las casas de los importantes a los otros dos costados. Hoy, esas construcciones son restaurantes y oficinas.

Dibujo de la plaza.

San Blas está a quince kilómetros de la selva y a diez del Valle del Río Seco. El mapa ha de ser algo como esto:
[En la mitad del cuaderno está lo que Alicia denomina “mapa”. En el centro hay un punto grande que dice Otra Parte. Ese punto está conectado con otro por una línea recta que mide siete centímetros. El segundo punto está en la parte izquierda, al occidente, y ella lo ha denominado Pereira. Hacia el norte de Pereira hay tres puntos espaciados entre sí por un centímetro cada uno hacia arriba. En orden de aparición de sur a norte son: Valle del Río Seco, San Blas, Caserón (selva). Al hacer el mapa Alicia piensa que esos puntos no informan mayor cosa si no se enmarcan en los límites nacionales. Sabe que no podrá reproducirlos, así que deja el mapa como está.]

Hoy hay mucho movimiento a pesar del calor. Es domingo. La Alcaldía ha dispuesto carpas improvisadas en la calle sur de la plaza, y los campesinos han venido a vender sus productos. Tres niños juegan bajo la mesa de una de las carpas, apuestan fríjoles con una pirinola. Hay muchos hombres tomando cerveza en la cantina, tienen los cachetes colorados y apenas son las doce del día. Casi todas las mujeres exhiben el mismo andar, mueven sus caderas como si fueran muñecas hawaianas listas para bailar encima del tablero de control de un camión. Todas usan faldas, exceptuando unas cuantas chicas que parecen querer lucir sofisticadas y que de seguro trabajan en la alcaldía. He visto a dos jóvenes en tenis y camisetas, estudiantes de alguna universidad de Pereira o de Otra Parte. No tengo nada que hacer porque Demetrio está en el Valle del Río Seco. Hasta que no regrese deberé esperarlo.
He pedido cita con el cura para hablar de los archivos que se guardan en la iglesia, me dijo que esperara hasta mañana porque el domingo es un día de misas. Así que.... Tendré que tomar unas cervezas y revisar mi correo electrónico en el único hotel que hay en San Blas.

Marzo 14 de 2005: Revisión de archivos de la iglesia de San Blas

Diario de Don Alsacio Miranda. Año 1690

Todo inició en 1610 con el comandante Martin Bueno de Sancho, un español de segundo rango elegido para liderar las huestes de avanzada del Chocó. Primero estuvo en los valles interandinos del río Magdalena, y luego se dirigió hacia el Chocó para apoyar la colonización de los indios y la explotación minera. Bueno de Sancho sabía de la existencia de la mina de oro allá arriba, en los Farallones del Citará, más allá del naciente del Río Negro, donde está Alfonso. Le fue mal, unos indígenas cimarrones lo asediaron. Se habían escapado del actual Quibdó por ser usados como esclavos; y es que en esa época la corona española notó que los indios morían en las minas y prohibió su uso para tales actividades. Los indios rodearon la hueste de Bueno de Sancho cuando llegó a la desembocadura del Río Negro sobre el Atrato, y asesinaron a los treinta y tres vecinos españoles que iban con él. Eso dice la Visita Real, eso dicen los historiadores del tema, eso escribe Alsacio Miranda en su diario, pero lo cuenta como una vieja leyenda para atemorizar soldados.
Lo que esto quiere decir es que los indios viven en el Río Negro hace por lo menos quinientos años. San Blas se fundó en 1631, un pueblo bastante antiguo para localizarse donde se encuentra. Fue el primer enclave para llegar al nacimiento del Río Negro y explotar la mina de oro de los picos de los Farallones de Citará.

Visita Real 1669
Lo que entiendo de este documento es que había un proyecto para fundar pueblos de indios en la selva del Río Negro, los jesuitas querían hacer escuelas, incluso lograron entrar a la región de Paságueda, pero los indios se volaron, subieron aún más por los farallones, donde los soldados no llegaban, ni siquiera los curas se atrevieron a buscarlos.

Carta de don Carlos Esteban a la Comisión Reguladora del Nuevo Reino de Granada, San Blas, 1789
Esta  carta es interesante porque el poder de la corona estaba desestabilizándose para ese entonces, es raro que este hombre haya mandado el requerimiento a Santa Fe y no a la gobernación de Popayán que estaba más cerca y tenía más poder en esta zona. Es posible que Carlos Esteban tuviera amigos en el Nuevo Reino, o enemigos en la gobernación de Popayán. Como sea, la carta es un requerimiento, Carlos suena desesperado y le pide a su honorable y respetadísimo comisionado que le dé razón por el trámite de la mina, quiere saber si la corona le ha concedido la merced ¿Quién querría meterse en ese chicharrón? porque si uno lo piensa bien: a) el poder de la corona estaba acabando; b) los indios y los negros iban a sublevarse; c) al Nuevo Reino no le interesaba la empresa esclavista minera sino el esclavismo agrícola y no iba a mandar dinero ante una crisis de gobernabilidad; d) la única opción era la gobernación de Popayán, pero la elite payanesa estaba interesada en el esclavismo agrícola, si bien las minas eran un mercado importante, siempre le significaron pérdidas, porque para explotar una mina en el Chocó había que pagar un ejército que, de correr con suerte, escapaba al paludismo, a la fiebre amarilla, al tifo y a la deshidratación.
Según los documentos que leí ayer, a Carlos Esteban le dieron la merced, aunque muchos años después, en 1802, cuando estaba a punto de estallar la independencia en el Nuevo Reino, cuando los primeros caudillos viajaron a reunir aliados de un lado a otro de los territorios de la Nueva Granada, ofreciendo dádivas, tierras y beneficios a todos los antiguos marginales de la corona española.
¿Qué sé yo de la independencia del Chocó?
Nada… el cambio de régimen no tuvo que haber significado mayor cosa pues los soldados nunca lograron vivir muy bien en estas tierras tan húmedas y de topografía irregular, lo que significa que quienes gobernaban lo siguieron haciendo con independencia o no. De seguro los indios, negros y soldados perturbados que lograron cobrar alguna importancia fueron quienes ejercieron poderes locales aprovechando el estado de cosas general de enfrentamientos, huidas y asesinatos, como las bandas criminales que ahora están en el Río Negro. Los curas también estaban allí, la iglesia fue la única institución relativamente estable a pesar de las guerras y de las muertes. Los indios siguieron huidos, igual que los negros, creando verdaderos centros poblados de sus asentamientos de cimarrones que después fueron desplazados con la colonización campesina de los siglos siguientes.

Marzo 18 de 2005: Visita a iglesia del Valle del Río Seco
Estoy en el Valle del Río Seco. Es un pueblo parecido a San Blas pero sin tanto aire de selva ni tantos indígenas. La capilla, que también es muy vieja, tiene un archivo que puedo consultar pero lo vigila celosamente una mujer agresiva que no deja sacar copias y está medio chiflada. Con todo, sin que se diera cuenta, fotografié los que me parecieron importantes.
[A continuación hay un resumen de los documentos que Alicia revisó]

Sentencia de juez de circuito sobre la propiedad de la mina, año 1910
La merced perteneció a la familia Esteban hasta el año 1910. Un juez del Valle eliminó sus efectos legales porque la familia Esteban tenía la intención de venderla. El juez del pueblo consultó con un juez de Santa Fe que a su vez ordenó que la mina fuera entregada al gobierno y se retiraran los derechos de la familia puesto que era una ilegalidad tratar de vender una merced, ya que la merced es un derecho de explotación que dio la corona española y no un título de propiedad. Debo confesar que me alegré por la actitud del juez, pero luego encontré el siguiente documento:


Concesión 1930
Los derechos de la mina fueron transferidos a nadie más y nadie menos que al hermano del juez de Santa Fe, Roberto Buenahora, el abuelo de Alfonso. En la concesión dice que Roberto vivía en el Valle del Río Seco. Eso es raro, porque Alfonso me había contado que su abuelo llegó a vivir a la región después de tener la mina y de construir el caserón.

Marzo 19 de 2005: Valle del Río Seco
Ayer decidí dármelas de etnógrafa y entrevistar a los más ancianos, algo recordarán sobre la mina. El problema es el pesado nombre que cargo a mis espaldas, y es un nombre y no un hombre porque desde que llegamos a la selva del Río Negro, Alfonso ha descansado en el caserón solo dos semanas que además han estado espaciadas por meses de trabajo en la mina.
Me preocupa un poco que esté tan solo, lo acompañan doce hombres flacos que hacen de trabajadores. No puedo evitar pensar que se cree un yisuscraist moderno tratando de multiplicar los panes y los peces.
Por otro lado, conocí a Juan Benavides, el secretario de asuntos sociales de la alcaldía del Valle del Río Seco. Un tecnócrata joven que parece cumplir las funciones de asistente personal del alcalde, además de hacer la planeación territorial y la gestión social del municipio.
Edad: ¿treinta y cinco años?
Lugar de nacimiento: el Valle del Río Seco (o por lo menos crianza, porque su acento es pausado y cantado como el de todos los vecinos de la región).
Profesión: Administrador Público de la Universidad de Pereira.
Le dije que estaba haciendo la investigación para hacer el doctorado en historia, que todavía no estaba vinculada a una universidad, y que había venido con Alfonso para conocer la mina. El tema de la mina no le gustó. Hizo una mueca de cansancio e incomodidad cuando lo mencioné. Le aclaré que sé cuáles son los problemas de todo el asunto, pero que quiero usar los recuerdos de la mina como una excusa para entender las dinámicas de la región. Es una excelente frase que no puedo olvidar, no tengo idea de qué parte de mi inconsciente salió, pero me sirve para aliviar estas tensiones. Benavides me explicó que la mina es un tema delicado para mucha gente, en especial para los viejos, por eso debo mostrarle mi guión de entrevista antes de que él pueda contactarme con alguien. Me parece ridículo, no quiero presentarle a ese estúpido tecnócrata de pueblo mis preguntas.

Marzo 21 de 2005: Valle del Río Seco
El tecnócrata no me va a ayudar con las entrevistas. Ayer fui a tomar un café con él para hablar de la metodología, de cómo podíamos articular mi trabajo con alguno de los proyectos de la alcaldía, pero se puso coqueto y se fue por las ramas. El tipo es gracioso, lo vi tratando de controlar el impulso de sisear las rancheras que pusieron en la tienda del pueblo. Lo único que me dijo, entre bromas y con aire de falsa seriedad, es que buscara la historia del caserón, la historia de la casa rosada tenía algunas pistas de la dinámica de la región, citando mis palabras y haciéndose el interesante. Me dijo que el notario de San Blas es un viejo amigo suyo, y que pasaría por el Valle del Río Seco de camino hacia Pereira. Vamos a verlo el viernes.

Marzo 22 de 2005, martes, Valle del Río Seco
Ayer por la noche hablé con la dueña del hotel, Isabel Pascal. Cuando le dije que quería saber de la casona me miró con cara de incredulidad y me preguntó si Alfonso sabía que estaba haciendo esto. La insistencia con que yo pertenezco a la familia Buenahora me está haciendo olvidar mi nombre, Alicia Lima. Lima. Lima, Alicia. Nacida en 1975. Lima, Alicia, vecina de la ciudad de Otra Parte, nacida en el hospital universitario, a los ocho meses de gestación. Alicia Lima, historiadora de la universidad Autónoma, experta en la historia colonial de los Andes. Alicia Lima tiene dos publicaciones en revistas indexadas. Alicia Lima se ha desempeñado como asesora de asuntos sociales en la embajada de Alemania… de la que salió despedida después de lanzarle seis pasaportes colombianos a su jefe. Alicia LIMA.
Alicia Lima, que soy yo, le dijo a Isabel Pascal que el esposo sabe lo que está haciendo. Isabel levantó los hombros como diciendo qué más da, y me… cobró, básicamente. Yo podría hablar con su mamá, que sabe de la historia de la mina y, a cambio, debería enseñarle a descargar las fotos de una cámara digital que le regaló el hijo que estudia en Pereira. Hoy me dijo que no solo me había conseguido a su mamá, sino también a una vecina, la dueña de la ferretería, y a su hijo. Como era temprano descargamos las fotos en el computador.

Resumen de entrevista a Clemencia Martínez de Pascal mamá de Isabel Pascal
Hora: 9:15 am
Edad: ochenta y cuatro años
Casa: pintada de color rosado
Lugar: Hotel propiedad de la familia Pascal.
Clemencia Pascal, como le gusta que la llamen, es una mujer vieja y temblorosa. Sentí que se hizo la boba cuando le pregunté por el esposo, el difunto Matías. Me contó que ella y Matías llegaron al Valle del Río Seco cuando el pueblo era muy pequeño. Tendría doce casas, para los doce apóstoles. Clemencia llegó al Valle cuando tenía quince años, en 1936. Entre el Valle del Río Seco y San Blas había otro pueblo donde solo vivían indios, pero desapareció bajo un derrumbe que se vino por el desborde del río en 1942. Entonces los indios se fueron para los pueblos de blancos y comenzaron los problemas. Según Clemencia, porque los maridos andaban por allá encamándose con las indias. Además, porque los indios de pueblo eran mineros ricos a los que les fue arrebatado el derecho de explotación por parte de Roberto Buenahora. Él los desterró con un pequeño ejército traído del Puerto, muchos indios se fueron, otros se convirtieron en jornaleros y trabajaron en las fincas de los hacendados del sur del departamento.
Roberto Buenahora no vivía en el Valle ni en San Blas para ese entonces. Tenía un “capataz” que cuidaba los negocios y venía de vez en cuando, más que todo para visitar a la amante, una india llamada Bernarda. De ahí salieron dos hijos, Roberto y Juan de Dios. Cuando la casona estuvo construida, y Buenahora se trasladó definitivamente a la selva del Río Negro, Bernarda y sus hijos fueron llevados a la cuchilla, allá arriba donde está la mina, porque el “patrón” no quería que su familia se enterara de sus andanzas. Esos dos niños aprendieron brujería con los embera subiendo y bajando de la mina, estaban bravos con el abandono del papá, y reclamaron el derecho a explotar la mina. Ahí comenzó la guerra.
Matías era un hombre serio y no se metía con nadie. Lo llamaron a la casona para que construyera unos galpones y como no tenían plata aceptó, a pesar de que doña Clemencia le dijo que la cosa por allá pintaba mal. Días antes, ella había soñado que la cara de Matías estaba cubierta de sanguijuelas, ¡brujería de esos dos indios!
Matías se fue a la casona el 15 de septiembre de 1955. Era una tarde de lluvia y calor. Se fue caminando con un grupo de amigos, todos desaparecidos. A los tres días se supo la noticia porque bajó un ayudante de Buenahora por comida y por un médico. Los bastardos del patrón habían atacado la casona con un grupo de indios para quedarse con la mina. A doña Clemencia se le vino la niña, Isabel, que estaba a penas de siete meses. Ella está segura de que en el mismo instante en que nació Isabel, Matías murió a manos de los indios. Unos días después bajó Roberto Buenahora a pedir ayuda al ejército. El pueblo se vació de hombres que querían oro. Ella encontró a Roberto en la plaza y le pidió información sobre su marido. Buenahora le dijo que no se preocupara, que los trabajadores habían logrado escapar de la casona cuando comenzó el ataque y que había un grupo de búsqueda trabajando. Nunca los encontraron. Ni Buenahora ni los indios aceptaron la responsabilidad, hasta dijeron que esos campesinos se habían escapado de sus esposas. Ninguna dejó de ir a las comisarías de San Blas y del Valle del Río Seco. Todos los días preguntaron por el avance la investigación hasta que los policías las amedrantaron amenazándolas con llevarlas a la selva si no paraban la preguntadera. Un pícaro le dijo a doña Clemencia, veinte años después, que Matías Pascal estaba viviendo en un pueblo de Boyacá, y tenía familia y casa nuevas. Doña Clemencia nunca creyó ese cuento, siempre supo que su marido murió en 1955 y lo único que quería, y aún quiere, es una tumba para enterrarlo, llevarle flores y rezarle.
Ella nunca conoció la casona, porque sabe que por allá están los indios, y cree que son brujos. Se angustia por la suerte del cuerpo de Matías, porque los hechiceros lo pueden haber usado en sus maleficios.

Resumen de entrevista a Julio Peña
Edad: cuarenta y ocho años
Lugar: Casa de Julio y su mamá, María Clarivel.
Casa de color rosado.
Hora: 12:30 pm
Julio nació en 1957. Trabaja por jornal en las fincas del departamento y viaja permanentemente. Vistió la casona en 1972. Fue una trampa de la que escapó por suerte. Los ayudantes de Roberto Buenahora reunieron a los más jóvenes del Valle y de San Blas para conformar un equipo de seguridad de la mina y de la casa. Julio tenía quince años como todos los jóvenes que se habían alistado. La idea era sacar a los indios de la mina y de toda la zona de la selva y de la montaña del Río Negro, donde están la casa rosada y la mina. Buenahora había contratado a un militar extranjero para el entrenamiento. Se llevaron a los jóvenes una semana dizque para ver si amañábamos, además, porque nos iban a pagar un sueldo mensual que era mucho más de lo que yo me ganaba. En realidad no los iban a dejar volver.
Dormían en una casa de madera sobre palafitos que estaba al lado del caserón. Viviendo allí, Julio conoció de lejos a los hijos de Roberto Buenahora, los legítimos, Octavio, Julio Cesar y Augusto. Estaban por los veinticino o treinta años y eran arrogantes y tiranos. Querían irse a Otra Parte a estudiar, él los escuchó una vez peleando, Buenahora los reprendía por su falta de voluntad para sacar la mina adelante, les decía que el estudio era para maricones, y que solo necesitaban saber leer y escribir.
El entrenamiento fue en la selva. Fue duro, uno murió ahogado en un lodazal, porque al sargento Kevin se le fue la mano en un escarmiento. Los golpeaba y los arrojaba a pozos y lodazales para castigarlos. Cuando estaban en el suelo, los hundía presionando sus espaldas con unas botas de goma que parecía no quitarse nunca. Les enseñó a hacer trampas vietnamitas, puras estacas untadas de mierda para que el herido se infectara y muriera, todas escondidas en huecos, pegadas de los árboles, suspendidas en el cielo por un mecanismo que al activarse las dejaría caer sobre el rostro de la víctima.

Marzo 23 de 2005, miércoles
Resumen de entrevista a Mercedes Rodríguez
Edad: ochenta y dos años
Lugar: Casa de Mercedes
Hora: 9 am
Casa de color amarillo.
Nació en 1923 en un pequeño caserío de Antioquia, llamado Andes. Es la menor de tres hermanos. Sus padres eran profesores y nacieron en una familia rica de Medellín. Ambos se conocieron en Moscú en un entrenamiento del partido comunista dirigido a los militantes latinoamericanos. Al volver, prefirieron vivir en Andes y no en Medellín porque ser comunista en esa ciudad era un pecado. Mercedes también es comunista, así me lo dijo. Se casó vieja, cuando tenía treinta años, y se fue para el Valle del Río Seco porque por más militante que fuera, no quería terminar como sus padres sin casa ni tierra propias. Al llegar al Valle del Río Seco le dieron treinta hectáreas para colonizar. Imagino que hace parte de la estrategia del gobierno que sirvió para usar las tierras baldías y dar propiedad a los campesinos pobres desplazando a los indios.
Tres años después de llegar al Valle, en 1956, aparecieron unos grupos de extrema derecha que arrasaron con los rojos. Ella tuvo que ver cómo sacaron de la casa a su marido, a rastras, y lo llevaron al caserón. La casa rosada era el cuartel de los terratenientes y de sus ejércitos privados. Allá los desaparecieron a todos. Yo no le voy a decir mentiras, yo sí era comunista. Muchos también estaban en el partido, pero nadie se lo va a aceptar. La mina esa no nos importaba, pero así y todo nos acabaron dizque por querer robar la propiedad privada.

Resumen de entrevista a Julián y Jonathan Barrera
Edad: treinta y ocho años
Lugar: Casa de Mercedes Rodríguez
Hora: 3 pm
Al finalizar la entrevista con Mercedes dos amigos de ella llegaron de visita. En realidad se hospedan en la casa de ella en el Valle del Río Seco porque viven en San Blas. Son hermanos, Julián y Jonathan Barrera. Ambos son altos, guapos, a lo mejor me parecen lindos porque son negros del Atrato, y casi todos esos hombres pescadores tiene un no sé qué que me idiotiza. Ahora pienso como un hombre, qué novedad. Jonathan no quiso que lo entrevistara porque cree que esto le puede traer problemas. Me angustia un poco que eso pueda ser verdad, pero en la alcaldía ya saben que estoy haciendo esto, y Demetrio, el hombre más temeroso de la región, no le ve ningún problema.
Julián y Jonathan nacieron y se criaron en Istmina. Ambos eran baharequeros, es decir, buscaban oro en el río. Cada uno de ellos tenía esposa e hijos en 1995, fecha en la que llegaron los paramilitares al pueblo. Acabaron con casi todos, viejas, niños, mujeres. Un primo de Julián y de Johnatan escapó y fue a buscarlos al río. Les dijo que los paracos habían llegado con una lista y que ellos estaban en ella. Llorando llegaron a San Blas, pues toda su familia había muerto y no tenía sentido ir a morir a Istmina. En San Blas, el grupo de los Buenahora estaba cayendo en desgracia pues un frente importante de la guerrilla estaba tomándose la región. Julián dice que la guerrilla es mala, pues son autoritarios y se quedan a vivir por muchos años en los pueblos. Deciden qué música se escucha, qué comida se come, castigan a los infieles y cobran impuesto, a todos, así usted sea el más pobre, el más arrancado, ellos le van quitando uno de los dos pescados que consiguió para vivir en la semana. Si no se los dá, lo van matando. Lo peor es que se llevan a los niños, yo he visto señoras gritando en las puertas de sus casas, llorando por sus hijos. No hay nada que usted les pueda decir para que se los devuelvan. Así y todo, Julián dice que prefiere vivir con eso a volver a Istmina.
Al acabar la entrevista Jonathan me abordó. Yo estaba afuera lista para volver al hotel y me pidió un cigarrillo. Entonces me preguntó si alguna vez había ido a Istmina, quisiera ir, le dije. Yo no quisiera. Creo que soy incapaz de reproducir lo que me contó. Lloré. Lloramos en realidad. Él no ha vuelto desde la masacre. Estuvo en un taller de víctimas del conflicto armado que se hizo hace dos años en Pereira. Asistieron los pocos sobrevivientes de Istmina. Ninguno lo reconoció. De haberlo hecho, probablemente lo hubieran matado, yo me hubiera matado, pues como un cobarde escapó al destino del pueblo. Eso dijo. Traté de disuadirlo, pero continuó. En el taller mostraron las imágenes que los medios de comunicación, la Cruz Roja y medicina legal tomaron de Istmina cuando llegaron a atender a la población. Las casas estaban destruidas, había sangre en casi todas las calles. Los que estuvieron ahí contaron que los paramilitares entraron a las casas con lista en mano, y reunieron a todos los habitantes en la cancha de basquetbol del colegio. Allí separaron los que supuestamente fueron señalados por guerrilleros desmovilizados como auxiliadores de la guerrilla, y los asesinaron sin piedad. Los sobrevivientes no lograron relatar las técnicas, pues el dolor les inundaba las gargantas y los ojos. Los que sí lo lograron, dijeron cosas que no han de ser dichas para que nunca nadie se atreva a repetirlas (Creo que fue exactamente así como lo dijo Jonathan). En las imágenes tomadas por la Cruz Roja se veía sangre regada por toda la cancha. Jonathan me dijo que había una mesa, una mesa del colegio en la mitad de la plaza, toda ensangrentada y, con el rostro congestionado (para entonces el mío estaba igual), me dijo, ¿usted para qué cree que usaron esa mesa? Entonces lloramos.



Marzo 24 de 2005, jueves
Tendría algo más de diez años cuando la tía María me dijo que en La Dorada los guerrilleros solían colgar perros muertos de los postes de luz; los animales tenían carteles diminutos colgando de su cuello que decían que matarían al hijo de perra del alcalde municipal. Ese día hacía un calor insoportable, el sol caía sobre nosotras y yo comía un raspado de limón que habíamos comprado en la plaza. Estábamos sentadas en la fuente, esperando a que papá saliera del banco. Estaba joven mi tía en esa época, lucía incómoda, y callada, cuando le pregunté sí también colgaban a los cachorros, pues yo me los había imaginado como en un tendedero de ropa a lo largo de la calle, ella me observó como dándose cuenta que estaba pensando en voz alta, y que no debió decirme eso. No respondió a mi pregunta. Me miró con ese gesto de decepción preocupada que ha ido perfeccionando a lo largo de los años. No es que yo haya vivido el horror como estas personas, lo que creo es que heredé el miedo cuando mi mamá murió de tristeza escapando, tal como Jonathan y Julián, de la toma guerrillera en La Dorada. El miedo parece una enfermedad congénita que se pega a la piel. Desde pequeña he tenido miedos sin asideros, porque en Otra Parte no había mucho que temer, no en esta vida, ni en este tiempo cuando pareciera que todo funciona muy bien, que los juzgados son eficientes, lo mismo que la policía y los escuadrones de convivencia. Al conocer estas historias he ido derrumbándome de a pocos. Ver a estas personas contando el asunto de la tierra como si todo pudiera transformarse en palabras para ser leído... ¿Leído por quién?, ¿para qué? ¿Por qué yo tengo este derecho a mirar sin ser vista?
Es una enfermedad, no hay otra explicación. No todo el mundo anda por ahí con una obsesión casi voyerista por la vida de los otros, por los gestos de los otros. A lo mejor comenzó con eso mismo, con el tema de los hijos de perra, porque desde esa historia se me ha convertido en una manía observar los rostros de los alcaldes relamiéndose la boca ante cualquier jovencita bonita, los presidentes ladrando sus discursos, los gruñidos amenazantes en el congreso, todos, inútiles y torpes como los canes. Pero no es sólo eso, mi lugar favorito de Otra Parte es el cerrito, me gusta subir caminando en las tardes, sobre todo las de otoño, llegar a la cúspide y echar una moneda de cien pesos a los binoculares viejos. Disfruto el ronroneo del artefacto, tac, tac, tac, hasta sesenta, y observo durante un minuto los balcones de los edificios del frente, las piscinas vacías en las azoteas, los fumadores clandestinos por las ventanas, los movimientos de los profesores al dar clase en la fachada del frente de la Universidad Autónoma, los viandantes, las mujeres acomodándose sus bolsos, los hombres que hacen la del exorcista en su afán por mirarlas. Les pasará lo mismo que a mí, tratan de retener esa única imagen que apareció por unos segundos, pero sólo se encuentran con las espaldas, cabellos, y traseros escapando. Es algo así lo que ocurre con las entrevistas. Nunca seré capaz de reproducir los tonos de voz, las miradas y silencios de estas personas, y mucho menos podría intentar analizarlas, ¿cómo se escribe lo que no tiene signo?

Marzo 25 de 2005. Viernes en la mañana de la vergüenza.
Me acosté con Benavides. Lo recordé muy tarde, en la ducha. Estaba sentada porque el guayabo es mortal, el agua tibia caía sobre mi rostro y al abrir la boca para tomar un poco de agua recordé que lo besé, recordé que me senté encima de él y que él agarró mi trasero con sus dos manos y con muchas ganas. Las cosas que pasan con la gente teniendo sexo son muy locas. Sale como un animal de uno que se anima con las animaladas del otro, y no hay vergüenza. Creo que tengo guayabo moral, yo no quería acostarme con ese personaje, ¿por qué lo hice? Ni siquiera recuerdo cómo llegué al hotel, todo sucedió en la alcaldía. En su oficina. Fui ayer por la noche a preguntarle si el notario finalmente llegaría hoy, y nos quedamos hablando. Estaba bastante afectada por el asunto de las entrevistas y cuando propuso un cigarrillo y un trago lo acepté. Recuerdo que comencé a sentirme mejor, puse en alta voz el iPhone y sonó Reptilia, mi ánimo cambió, comencé a sonreír. Luego Last Nite, y si este tecnócrata fuera fanático a The Strokes sabría que yo justamente soy la chica de Last Nite, y que paso por una fase insoportable en la que no sé qué me ocurre, y si él hubiera sido inteligente, no me hubiera visto bailar sola con el cigarrillo en la mano y algo ebria, sino que hubiera tirado la puerta y me hubiera dejado como hace el tipo de la canción. Pero no se fue y terminé besándolo. Él se levantó, yo me acerqué, bailé casi encima de él y luego me le pegué como una sanguijuela, tengo huevo. Que mierda recordarnos, yo sentada encima del escritorio y él subiendo sus manos bajo mi vestido negro. Me siento ansiosa y eso no tiene sentido, no soy una colegiala, ni siquiera estoy interesada en que se repita. Pero me jode tener que esperarlo y ponerme a escribir en este café solo para que no me vea con ojos de perro fiel atentos a su llegada, para que no vea que tengo algún tipo de expectativa, ni que me importa mucho el asunto, sino para que sepa que estoy hundida en mi trabajo, lo que se traduce en mi rostro hundido en este cuaderno. Ahora escribo sin sentido y a toda velocidad presintiendo su sombra; fue horrible contestar ese teléfono está mañana, ver su nombre y escuchar el repiqueteo de The Fixer, mi canción favorita de The Pearl Jam, tendré que cambiar el ring tone de mi celular, porque hasta eso lo ha arruinado, ¿por qué estoy tan afectada si sólo fue un polvo? ¡Porque no estoy en Otra Parte!, y aquí no sé cómo son los polvos. Dudo mucho que doña Mercedes se haya ido dando la buena vida por ahí acostándose con quién se le diera la gana, ni si quiera su nieto lo hará. El tipo está casado, bueno, yo también. Fue un polvo, que ni siquiera recuerdo, ¡a lo mejor fue malo! Sí, debo pensar eso. Mierda, levanté por un segundo la mirada y lo vi. Se acerca sonriendo, ya no puedo fingir más. Ahora escribo mirándolo de cuando en cuando, está atravesando la plaza, tiene una camisa azul, y un jean. No está taaan mal, tiene una sonrisa bonita, ahora él agacha la cabeza. Lo estoy disfrutando. Lo miro, sin saber cómo escribo, lo miro incomodarse por mi mirada, estoy yendo mucho más lejos de lo he mirado en toda mi vida. Por primera vez, me atrevo a mirar y el otro se ha avergonzado de su existencia. Está por entrar a la tienda donde estoy pero se encuentra con un hombre. Lo ha saludado con un gesto serio y unas palmadas en la espalda. Me mira de vez en cuando y luego se concentra en el hombre. Ya no lo miro más. No lo voy a mirar más. Tampoco voy a tomar ni a fumar, esto es sólo trabajo. Y Sonrío, ¡mierda, no debería sonreír!

Marzo 25 de 2005, viernes en la noche.
Isaías el notario es un sujeto detestable y asqueroso. Un anciano de bigotes amarillos que usa un traje un par de tallas más grande de la que le corresponde, pareciera que lo hubiera heredado de algún familiar. No tiene ni la menor idea de cómo relacionarse con las mujeres, es un misógino. Durante la entrevista no se dirigió a mí. Me observó un par de veces descansando su deseo en mis senos con esos ojos pequeños y vidriosos. Benavides inició la conversación. Le contó sobre mi "investigación", y le recalcó la importancia de un documento que recogiera la historia de la mina y del caserón. A Isaías el asunto no le importaba porque, según Benavides, el anciano es un putero y sus aficiones son más bien básicas, la cerveza, el tejo y la cama. Sin embargo, y creo que por la amistad que sostienen, Isaías llevó copia de los certificados de tradición y de compraventa del caserón.
Fue gracioso ver a ese viejo barrigón ignorando mi presencia pero con la obligación de responder a mis preguntas. Cada vez que yo intervenía con alguna duda, Isaías se dirigía a Benavides y aclaraba el asunto en ese tono de voz suave y calmado, como si estuviera lleno de amor, como si no odiara a las mujeres. Contó brevemente la historia del caserón, informaciones que le sacó a uno de sus empleados:
Fue construido por el abuelo de Alfonso, Roberto Buenahora, quien en 1930 se hizo con los títulos de la mina. Roberto era un hombre de bastante dinero, veía la mina como la inversión que salvaría la fortuna de la familia, porque la fortuna se le iba escapando de las manos con la pérdida del monopolio de la exportación de caña de azúcar por el Puerto. Era un tipo racista que maltrataba a sus trabajadores, razón por la cual no tuvieron el menor reparo en comentarle al primer funcionario de la capital del país que se apareció por ahí, que la mayoría de las ganancias de la familia Buenahora provenían del contrabando. Por eso el señor Buenahora había huido a una de sus únicas propiedades fuera del Cauca, la tierra de la selva y del cerro del Río Negro. Casi todos los viejos de San Blas conocían con detalle los rincones del caserón porque Buenahora los contrató para subir los materiales traídos desde Europa hasta el Río Negro. Era un hombre excesivo, cenefas italianas, lozas de cerámica españolas y muebles franceses. La casa era rosada porque Buenahora quería que tuviera el nivel de una casa presidencial, y había mandado a traer tanta pintura de ese color que los sobrantes alcanzaron para pintar la mitad de las casas de San Blas y algunas del Valle del Río Seco. Es justamente por eso que el colaborador de Isaías recuerda la historia.
¿Y quién es este maravilloso informante?, pregunté con el rostro desencajado de ira y acomodando el mentón sobre mis nudillos con un interés cómico y exagerado. Pestañé con teatralidad sabiendo que Isaías no me miraba, pero que notaba la ironía de mi pregunta y continué, ¿por qué este informante tiene tantos datos, don Isaías?
Isaías se puso tenso, guardó silencio para beber un trago de café tibio, como se toma con este calor, y continuó hablando despacio, como si las palabras fueran pasos con los que intentara evitar caer en algún charco, mirando con esfuerzo a Benavides que solo atinó a sonreír incrédulo. El anciano pensaría que yo era muy buen polvo para que Benavides lo obligara a pasar por esos tratos. Como fuera, el asunto es maravilloso, su empleado es Alipio Murrí, nieto de un indio que vivió una década en el caserón, y no como un trabajador, sino como un gran amigo del racista Buenahora. En un acto sin precedentes Isaías me miró de soslayo, antes de acabar su tinto y de dejar la cafetería, y me dijo, la prima de Alipio vive en Cascajero, cerca del caserón, ella podría ayudarla a cuidar la casa, Rosalba Murrí se llama, búsquela.


Agosto 9 de 2005
Podría decir que todo sucedió sin que me diera cuenta, pero mentiría, yo sabía que en algún momento está relación con Benavides me iba a fregar. Ocurrió hace dos semanas. Fue tan violenta la reacción de su mujer, sus amigos y de San Blas entero que no he sido capaz de pronunciar palabra ni de concentrarme en ningún oficio particular. Fue la noche de las fiestas patronales, ya habían sacado a pasear al santo en cuestión y la procesión de rezanderas ya había terminado. En la calle principal bailaba el grupo de danza del municipio, sus ropas azules y anaranjadas, sudadas, se movían de lado a lado, y los más alegres miraban tomando aguardiente y cerveza. Ahí estaba yo, esperando a que Benavides apareciera, como habíamos acordado. Los cuerpos de los bailarines se movían como si no estuvieran destinados al cansancio y yo estaba contenta. Eran las siete de la noche cuando vi el rostro de Benavides al otro lado de la calle. Inmediatamente supe que algo andaba mal. Estaba ella. La había imaginado totalmente diferente, ésta era una mujer rubia, de baja estatura, ojos grandes, y cabellos ondulados. Me lanzó la mirada de la esposa que lo sabe todo, la mujer que desprecia. Marina Pararayo se llama. ¿Cómo puede uno saber que hace tanto daño si nadie le advierte que lo van a mirar así? Porque fue con esa arrogante manera de mirarme que comprendí finalmente que me estaba tirando a un hombre casado. Era claro que Benavides estaba arrepentido y que no dejaría a su esposa por mí, lo cual, sea dicho, es un alivio. Pero me dolió su abandono, su manera de observarme como si el asunto no fuera con él, como si jamás hubiera deseado estar conmigo, como si no hubiera reído hasta las lágrimas con mis chistes malos, mierda, como si yo no le hubiera dado calma, nada de novelas. ¡Qué ingratitud! Le di muy buenos polvos como para que dejara que su esposa me tratara así. Lo grave es que nadie conocido estaba por allí como para irme por las buenas a tomarme una cerveza, Demetrio se había encerrado en su casa porque en las fiestas patronales es donde aparecen los brujeados y donde se echan los maleficios. Tampoco podía ir con Alfonsina pues se había ido de vacaciones al mar. Me quedé ahí mirando el baile y de reojo a Pararayo. Aparecieron otras tres mujeres tras la esposa. Una rezandera famosa que ha convertido la capilla en su centro de operaciones. Las otras dos, la dueña de la panadería y la esposa del sastre, parecían hermanas gemelas. Muy ancianas ambas con los cabellos blancos, una lo llevaba corto, la otra largo y en trenzas, ambas usaban esas batas tan bonitas que usan las ancianas en San Blas, llenas de flores y colores, ocultando sus carnes escurridas y gordas. Las tres me despreciaron. Ganarían de seguro un concurso de miradas. Ahí la cagué, he de aceptarlo. Pensé que no tenía por qué ser la única culpable de un crimen cometido de a dos, y comencé a reírme histéricamente hasta las lágrimas. Cuando me recuperé, compré una cerveza y un cigarrillo en la tienda y me senté en el andén a ver los pies de los bailarines. Por un instante coqueteé con un jovenzuelo que creo que es mi fan porque varias veces lo he pescado mirándome con pasión juvenil. Pero no tendrá más de quince años, así que descarté de entrada la posibilidad de ir a comérmelo. Al poco tiempo reconocí las piernas de los cinco jueces, las ancianas, la esposa y el mismo Benavides. Se dividieron el norte, el sur y el Oriente. El Occidente no porque ahí estaba yo. Las tres ancianas salieron en direcciones diferentes y las rodillas y tobillos de Benavides y Pararayo se quedaron quietas en medio de tanto movimiento. Avisaron a los demás de una manera eficaz, al ponerme en pie eran más los ceños fruncidos y los labios apretados hacia mí. Acabé la cerveza y me fui al hotel. Me sentí un poco culpable por no tomarme en serio el tema de la esposa, pero al final decidí olvidarlo y dormí. La mañana me cayó como un golpe seco en la quijada, no lo esperaba en realidad. Fui a comprar un café y unos huevos en la cafetería pero no me atendieron, todavía no habían abierto a pesar de que varios comensales estuvieran acabando sus desayunos. En la droguería no me vendieron las galletas y de nuevo cínica pedí entonces unos condones, el mismo resultado, aún no había caja para atenderme. A la salida me robé unas toallas higiénicas, las últimas que usaré seguramente. Me fui para donde Demetrio y al atravesar la plaza sentí que las personas de las tiendas me observaban. Demetrio tuvo una discusión con la esposa por dejarme entrar, ella no quería tener nada que ver conmigo, y el único que sentía algún tipo de empatía por mí era ese pobre hombre temeroso. Primero me sermoneó. Yo, tan inteligente, qué hacía con ese Benavides, un tipo ordinario que ni siquiera sabía lo que quería. Luego me dio un pan y caldo de gallina, que tuvo que servir él porque la esposa se encerró en la habitación principal. Finalmente me dijo que tenía que irme, que lo que había hecho era muy malo, y que cualquier policía podría violarme amonestando que yo lo había provocado, hasta el mismo proxeneta del Encanto podría ponerme de prostituta y nadie me defendería. Le pregunté sí es que nadie había puesto los cachos en toda la región, y me dijo que el problema no es que Benavides tuviera una querida, sino que fuera yo, una Buenahora. Una mujer de la familia que tenía por deporte violar a mujeres y niños de San Blas y, además, asesinarlos y desaparecerlos. Me dijo que viniera a la casona, nadie se atrevería a buscarme aquí, que me llevara a mi esposo a Otra Parte, pero dando la vuelta, no podía pasar ni por San Blas ni por el Valle del Río Seco, sino por Quibdó o por la vieja carretera a Pereira. Estuvimos un rato mirando por la ventana, cuando el bus hacia Quibdó apareció corrí, como Demetrio me dijo, y me subí lo más rápido posible. Lo que me dejó en shock es que había un hombre esperándome recostado en la fachada de la casa de Demetrio. Él se enredó y yo le cogí ventaja, pero intentó agarrarme, por poco rompe el vestido y me deja desnuda en la calle. No voy a derramar una sola lágrima por esa gente. Yo no soy floja, ni débil, y puedo arreglármelas aquí. Así esté encerrada.

 15 de agosto de 2005
Vivo en una pecera, que ahora está encerrada por todos lados, una carretera de juguete que por lo general está derrumbada, las montañas y mineros por arriba, las bandas criminales por atrás y el río adelante, pero algo pasará, por algún lado se reventará, todo se derramará y todos los pueblos se llamarán Lloró, de tanta agua y tanta muerte. Yo no voy a morir, yo voy a salir de aquí, y saldré bien. Ya tengo claras las palabras que le voy a decir a Alfonso, aunque es muy fácil que me desarme con alguno de sus argumentos de la lucha por el patrimonio y de los años difíciles. NO ME IMPORTA. Sí. Voy a ser cínica y malcriada así me diga que ya tengo el tiempo para escribir, para investigar, que debería hacer un historia regional, como si fuera tan fácil para una mujer, joven y de Otra Parte, llegar a un pueblo a hacer la historia de sus habitantes, yo misma me mandaría a comer mierda.
Ufff. Nuestro matrimonio parece del siglo pasado, solo falta que me reproduzca y tenemos la fórmula: dos jóvenes de buena familia y clase media salen de la ciudad hacia la selva para que el hombre amase una pequeña fortuna explotando una mina en un territorio aún no colonizado. Y todo eso sin comas, puntos, o puntos y comas. Una frase que se lee de un tajo, y que marca un destino que parece imposible de modificar.
Lo espero, lo espero para decírselo, para gritárselo, para mandar a volar floreros, radios, espejos, sábanas, lo espero porque lo quiero y no soporto la idea de que llegue a este lugar y encuentre una casona vacía sin una sola pista mía. Además está el divorcio, no tengo ni idea de cómo se hace esa gestión, necesitaría que viajara conmigo a Pereira y que dejáramos el asunto claro en alguna notaría.
¿Qué sucedería si Alfonso no regresara?
Porque, puede pasar… ya son noventa y cinco días desde la última vez que estuvo aquí. ¿Cuánto tiempo más estoy dispuesta a esperar?

LA LLEGADA


—Si seguís con lo mismo te van a romper la cara —dice el Negro Israel sin mirar a Juan de Dios.
Julmer deja la gallina muerta en el suelo. El Negro Israel la observa entre divertido y asqueado. Recuerda la noche anterior. El gordo, Juan de Dios, corrió tras ella con los pantalones escurriendo. El animal bailó alrededor de él como diciéndole ole, el gordo resbaló, ole otra vez. Corré gordo marica, le dijo la figura oscura de Julmer que contrastaba con la luz que salía de la casa del indígena. Era difícil respirar, el aire estaba húmedo y los zancudos estaban más bravos que nunca. El gordo se revolcó como un cerdo sin atrapar a la gallina. Ella llegó a los pies de Luis Calaveras que casi la mató de un patadón.
El Negro se olvida de la noche anterior y del gordo, y echa un vistazo al caserón. Es la casa más grande que ha visto en su vida, pero su estado es lamentable. La pintura está cayéndose, hay un par de ventanas rotas en el segundo piso, el moho se agarra de los cimientos avanzando lento hacia el techo, y la puerta y los marcos de las ventanas están viejos y cuarteados, el comején acabará pronto con ellos. Tras del ventanal del frente, que está mal cubierto por una tela blanca, ve la sombra de la flaca. Está en el segundo piso, de seguro aterrada. El comandante vuelve a llamar a la puerta. La figura salta y baja las escaleras. La pierde, ya no la ve más. Los demás soldados se balancean haciendo sonar sus armas como si chocaran entre sí. Unas cacatúas cantan y los micos gritan. El Negro se alista para ver a la flaca.
—A lo mejor se fue —insiste Juan de Dios.
—Hágale caso al Negro y cállese, gordo —dice el subcomandante levantando su mano—. La Buenahora está ahí.
Israel escucha el tronar de la cerradura. La flaca aparece. Apoya su mano en la puerta. Está pálida y tiembla. Usa una camiseta morada que le queda grande, en sus tetas hay un estampado de marcianos verdes y diminutos. Ha recogido su cabello en una moña que la hace ver vieja, no hay rastro de la joven que camina en tenis verdes y vestidos de flores por el pueblo. Además está sucia, su rostro y brazos están cubiertos de barro seco, luce como uno de ellos, excepto porque no está bañada en sudor, todavía. Desde hace tres días piensa en ella, en su boca, en sus cejas, en sus piernas largas y morenas, en el gesto que haría cuando lo reconociera. Ella no lo ve, tiene los ojos perdidos, sus pupilas se mueven desde las botas de caucho a los cuellos percudidos y amarillentos. Ni siquiera mira al subcomandante que se le planta al frente con las manos en la espalda. Un remedo de la flaca los observa con violencia. Si su cara fuera un puño habrían caído inconscientes. El subcomandante Ríos le extiende la mano, se ve muy pequeña, no le llega ni a los hombros.
—Buenas tardes señora. —Ríos avanza un paso hacia ella—. Soy el comandante Guillermo Ríos del frente de los Citareños. Tenemos sed, necesitamos agua y dormir. En esta casa hay suficiente espacio. —La hace a un lado y entra al caserón.
El Negro es el primero en ir tras él. No mira a la flaca. Con el fusil, toca el brazo de ella, y ella retrocede un paso. La sala está cubierta de polvo, hay sábanas sobre las ventanas, los muebles están arrinconados contra las paredes y hay hojas secas entapetando el salón. Es como si la flaca hubiera estado en una guerra contra ella misma en el caserón. El Negro la compadece.
—A usted como que no le gusta limpiar —dice un Ríos auto nombrado comandante. Sólo Luis Calaveras parece notar que comenzó la guerra y que, sin que nadie se haya dado cuenta, Ríos se le presentó a la flaca como jefe del frente, el “comandante” y no el “subcomandante”, y ha decidido sacar del mapa al verdadero comandante: Flórez. Ya no hay punto de retorno.
Israel se lo esperaba pero no tan pronto. Hace sólo dos noches Ríos le preguntó qué opinaba sobre tomar el mando en la región. El Negro Israel le dijo que se andara despacio porque Flórez tiene oídos en todas partes, y si se llegara a enterar, habría marbimba para todos. Ni siquiera Luis Calaveras sobreviviría a un levantamiento como este, morirían sin consejo de guerra, en medio de la selva y de los rumores. Las historias de su muerte se contarían a los más pequeños para que nadie se atreva jamás a saltarse la línea de mando. El Negro se había salido de sí. La sola idea de que Ríos se le enfrentara a Flórez le había aflojado las tripas. Luis Calaveras, en cambio, estuvo en  silencio, meciéndose en su chinchorro como si la cosa no fuera con él, y cuando el subcomandante le preguntó qué pensaba, dijo que había que hacer lo que había que hacer, y se burló del Negro porque a su parecer le faltaba mucha selva para que se le espantara el miedo. Nosotros somos el rumor Negro, somos el miedo, le dijo Ríos.
El Negro deja caer el morral. La flaca sigue en la entrada, Julmer se dirige a la cocina. Juan de dios y Richard Tres Dedos se quedan al lado del comandante.
—Nos acomodamos en los tres cuartos de abajo. Ninguno se me vaya a subir por esas escaleras, porque lo voy ajustando. —Mira a la flaca y le sonríe—. ¿Cómo es que se llama usted?
—Alicia. —Cruza los brazos y recoge sus hombros.
—Bueno, Alicia Buenahora, deje de temblar y tráiganos agua.
Levantando las cejas, el comandante le ordena a Juan de Dios que vaya tras ella. El Negro la ver irse, ve su espalda recta, su caminar lento, las gotas de sudor sobre su cuello.
—Negro, traiga la gallina, que ella la cocine. —El Negro se ríe.
—Esa flaca no debe saber hacer ni arroz.
—Déjela sufrir un rato con eso, pa que piense, y que Juan de Dios la ayude.
El Negro va por la gallina que todavía está tirada en la entrada. La casa parece un oasis en medio de los cedros, laureles, y barro, mucho barro. Han cortado todos los árboles alrededor, casi cien metros de puro pasto, como en cualquier casa de ciudad. Cuando pasa por el salón el comandante le dice que necesita hablar con él y con Luis Calaveras. La cocina es casi un caserón por ella misma. Está vieja, el azulejo está agrietado y cubierto de moho. Ve las huellas de Juan de Dios en el suelo. El gordo está sentado en un balde, se muerde las uñas y mira a la flaca. Israel también se detiene en ella, en el barro que deja con sus chanclas amarillas de un dedo, mira sus piernas y caderas subir y bajar en busca de vasos y agua. Entre los pliegues de su pantalón de sudadera entrevé la silueta de sus casi inexistentes nalgas. La horrorosa ropa que lleva puesta deja al aire su espalda baja, una línea tatuada crece hacia arriba, es negra y resalta sobre su piel morena.
—Aquí te manda el comandante. —El Negro Israel deja la gallina muerta sobre el mesón. Los brazos de ella brincan y riega el agua. Se voltea, lo observa como si estuviera a punto de reconocerlo, el Negro sonríe, no puede evitar la mirada de la flaca, ni sus labios delgados, ni su diminuta nariz, allí están sus ojos claros que lo ven tras unos mechones lisos de pelo negro. Pero la flaca se concentra de inmediato en la gallina como si nunca hubiera visto una.
—¿Cómo se casó ese minero con usted si de lejos se ve que no sabe hacer nada? —Renace el gordo, se pone en pie y se apoya sobre el mesón, lo ensucia de barro. El Negro suspira y con paciencia fingida le explica:
—Vas al patio y la colgás de las patas. Ella va a quedar como muerta por un rato porque la sangre se va para la cabeza, el animal pierde la consciencia. —No puede evitar sonreír.
—Le hace un corte aquí —dice el gordo pasando su dedo por la yugular—. Cuando se desangre, la echa en agua hirviendo y le saca las plumas... y yo la destripo. Tranquila que yo le enseño.
Alicia toma la gallina por las patas que lucha por zafarse y aletea, pero ella es fuerte y no se intimida por el último escándalo de esa pobre gallina que ha viajado con ellos, medio ahogada, desde la casa del indio, el papá de Julmer, hasta el caserón. El gordo coge uno de los costales de la cocina y saca un hilo de cabuya. —Camine y la colgamos del patio.
El Negro los ve salir. Le gusta la flaca, así, desaliñada, con cara de patada y todo. En el salón Richard Tres Dedos está arrastrando los muebles que antes se encontraban arrinconados contra las paredes. Los deja en el lugar que les corresponde. Luis Calaveras baja las sábanas que cubrían las ventanas. El comandante está en la entrada con el cuerpo de frente hacia la selva. Los llama con los dedos, primero a Luis Calaveras y después al Negro. Ambos salen.
—Los necesito avispados y firmes —dice mirando al Negro.
—Yo estoy firme comandante.
—Bien, porque ahora comienza lo bueno. Anoche el indio me dijo que abajo ya está Candela, viene con veinte hombres. Con ella aquí facilito vamos recuperando la mina.
—Candela no conoce los caminos —dice Luis Calaveras—. Se va a demorar.
—Adrián está poniendo señales a tres kilómetros. Como sea, eso no importa. Que Candela se demore lo que quiera, nadie va a bajar a buscarla. Lo que si hay que hacer es acabar con el destacamento de avanzada de Flórez, que debe estar bajando de la mina mañana, pero puede que llegue esta noche.
—Siempre podemos estar como si nada, todavía no saben de nosotros. —dice el Negro Israel.
—Negro, usted no ha entendido —dice Luis Calaveras. El comandante guarda silencio y mira hacia la selva. Israel no quiere entender, porque ya sabe lo que se viene.
—Estamos acá porque queremos —dice el Negro derrotado.
—Sí hermano. Esto es sencillo. Necesito que ustedes preparen bien las trampas. Concentrado Negro, quiero que las ponga como si fueran para hoy, aunque lo más seguro es que ellos lleguen en la madrugada. Candela se va a tardar… de todas formas no arriesguemos a los veinte que vienen con ella, así que tenga cuidado al ponerlas por el camino de San Blas.
—¡Richard! —grita el comandante. El campesino colorado sale del caserón. Está sudando. El comandante endereza el cuerpo, saca pecho, cruza sus brazos en su espalda, levanta las cejas negras y gruesas, es casi como un pavo real. Él suele ser como muchos animales, pero ninguno de los que se necesitan en esta selva húmeda y floja. Cuando el Negro lo conoció parecía un león. Estaba sentado en una cantina de San Blas. Israel no tenía idea de que fuera el subcomandante Ríos de Sangre, así le decían los policías del pueblo. Ese día, Ríos estaba de civil, tenía una camiseta azul, botas pantaneras y unos jeans viejos. Acechaba a un par de soldados, unos guerrillos tomando cerveza en la mesa del lado. Ellos no sabían que los estaban mirando. Israel se había sentado con Richard Tres Dedos en la barra. Hacían lo mismo que los dos soldados, tomar cerveza mientras llegaba Ríos de Sangre a hacer la prueba para entrar a su destacamento. Vamos a enrolarnos Negro, vas a ver que después de dos años salimos de aquí con tierrita en algún lado. Porque eso era lo que se decía en el Puerto, que a los guerrilleros no les pagan con plata, ni ropa, pero sí con tierra. Tres días bastaron para que entendieran que no solo no tendrían tierra, sino que probablemente no podrían salir de ahí, porque para los desertores hay fusil. Esa tarde, en la cantina, Ríos se peinaba los bigotes tomándose su cerveza. El Negro lo recuerda como un león relamiéndose el hocico, observando a su presa. Lanzó un anzuelo a los soldaditos. Ustedes matan guerrilleros, les dijo. Al principio se rieron, pensaron que estaba borracho. Ríos también reía con ganas y alzaba la copa para brindar con ellos, incluso les guiñó el ojo. El más joven de los dos se levantó. Viejo marica, con bigote y todo y lo que te gusta es que te den por el culo. Largáte de acá si no querés que te rompa los huesos. Ríos miró a Richard y al Negro, ambos con cara de niños, ya habían entendido que era una trampa, pero el Negro imaginaba que eran los del otro ejército, los paramilitares que cazaban guerrilleros débiles. Ríos se levantó, dio una vuelta a la mesa de los soldados y escupió. El más grande se puso de pie y le mandó un izquierdazo. Ríos se cuadró la quijada y disparó a uno de los pies del más joven que se tiró al suelo llorando. Dígale a su comandante que no me mande la carne que le sobra. Si no llegan los asesinos que pedí tendré que ir yo mismo a buscarlos. Tremendo rugido, había pensado el Negro. Ríos salió del bar. En la puerta miró a Richard Tres Dedos y al Negro. ¿Cómo te hiciste eso?, le preguntó a Richard señalando su mano izquierda. Escapando, respondió. Ríos caminó hacia la calle, prendió un cigarrillo. ¿Es que necesitan invitación para trabajar? ¡Andando!
Con el tiempo han perdido el miedo. Hasta se podría decir que se sienten cómodos con Ríos de Sangre. Richard viene hacia los tres tranquilo, como si no se hubiera dado cuenta de que el subcomandante ya no es subcomandante sino un comandante de destacamento. Richard mira la cara larga del Negro y luego la de Ríos.
—Salida de reconocimiento. En una hora, lo quiero de vuelta esta noche, o antes.
—¿Por dónde subcomandante?
—Por la bajada de la mina, estamos buscando a un grupo de avanzada del comandante Flórez. Desde el comando central lo reportaron y hay que darles de baja. Así que cuidadito con dejarse ver, si los encuentra se devuelve callado y corriendo más rápido que nunca.
Richard duda. De seguro pensará que es muy extraño que el comando ordene dar de baja a un comandante, pero sus dudas son más débiles que el mando y responde:
—Sí señor.
El Negro Israel va por su fusil. Camina con Richard hacia la montaña. Es tarde, los zancudos se pegan a sus cuellos sin consideración. Richard mata a un par de un golpe.
—Si nos quedamos aquí nos vamos a morir —le dice Richard echando un último vistazo al caserón—. Esta casa es muy vistosa Negro, tenemos que irnos. —El Negro asiente y lo mira con lástima. Richard Tres Dedos está viejo, ya no hay rastro del montañero que llegó volado al Puerto porque no quería que lo reclutaran los militares. Está arrugado, cuarteado y rosáceo. Así envejecen los de la montaña, por blancos.
—Solo corré Richard. Si te encontrás a alguien no te vas a dejar atrapar. Te lanzás al río. No te vas a poner a robar porque perdés la mano. De vuelta venite con cuidado, y desvía por el camino de San Blas, porque esto va a estar lleno de trampas.
Richard lo mira de arriba a abajo y se va.
—Cuidáte Richard —le grita antes de que desaparezca entre los árboles.
El Negro sabe que no le va a pasar nada. Pero presiente la despedida. Una de dos, o morirán, o el Negro logrará escapar. Como sea, Richard no lo acompañará más. No recuerda haberse separado de él desde que lo conoció hace quince años, cuando los dos eran unos pelaos. El Negro estuvo en su matrimonio con Linda. Tuvo que hablar por él con los hermanos de ella, porque, ¿quién iba a querer de cuñado a un blanco pobre? Estuvo cuando nacieron sus cinco hijos, los gemelos, que fueron los únicos de hospital, y los otros tres, que Israel alzó cuando aún tenían el cordón umbilical. Tuvo que explicarle a Richard que tenía que enterrar la placenta y los ombligos a los pies de una ceiba. El entierro tenía que tener los huesos pulverizados de un animal que tuviera habilidades excepcionales. Y Richard, eso es cosa seria, mi mamá me echó a mí un jaguar que me pasó su fuerza y conocimiento para cazar. Si no fuera por eso, Richard, yo no sabría hacer nada. Linda dijo que había conseguido piel de serpiente para los gemelos, y huesos de mico, telas de arañas y hormigas congas para los otros tres, pero Israel siempre supo que ella fue perezosa y que sus niños parecían más aves de rapiña que cualquier otra cosa. Si Richard muere esa familia será pura tristeza, los niños llorarán durante unos años, y luego lo olvidarán. Linda se casará con un negro bien negro y bien alto, y nadie en esta tierra recordará al campesino montañero que sabe correr. A decir verdad, Richard nunca fue un verdadero campesino, ni montañero, así dijera que desde los cinco años andaba con ruana a las cuatro de la mañana ordeñando vacas. Al Negro Israel esa imagen siempre le pareció extraña, a pesar de que Richard Tres Dedos se la repetía casi a diario en la selva. Negro, nos vamos a ordeñar vacas en una finca de Boyacá, eso es facilísimo, y la leche sale calientica para ese frío. Lo que sí creyó, incluso imaginó como si lo hubiera presenciado, fueron las aventuras de Richard persiguiendo vacas, bajando avisperos y toreando a las mulas. Por todo eso aprendió a correr, mejor dicho, a escapar. Estaba huyendo cuando lo vio por primera vez. Era un jovencito colorado que corría en dirección del Negro por todo el malecón. Unos militares lo perseguían y se le fue encima al Negro enredándose con uno de los baldes en los que los tenderos del Puerto dejan los huesos de pescado. En la caída, el fugitivo aprovechó para quitarle a Israel la cadena de oro que había ganado apostando a los gallos la semana anterior. Israel se fue tras él, aguantó mucho más que los militares que pararon sin aliento al lado del balde y los huesos regados. Diez cuadras adelante, Richard se agarró del guardabarros de un bus destartalado que hacía la ruta desde el malecón hasta el centro del pueblo. El bus frenó un instante y Richard pudo ponerse en pie y sostenerse de la ventana trasera. Estiró su mano para hacerle una pistola al Negro que corría agotado atrás del bus. Fue entonces cuando Richard vio su sangre. El Negro casi resbaló con los dos dedos que cayeron rodando por la vía y, luego, con el mismo ladrón desmayado. Me voy a morir, balbuceaba. No quiero morir solo, ese guardabarros se comió mi mano. Israel le arrancó la cadena de los tres dedos que le quedaban. Richard se abrazó tan fuerte a él que los curiosos creyeron que eran amigos. Entre tres hombres lo llevaron a uno de los puestos de salud improvisados. Le pusieron un emplasto y no dejaron escapar a Israel porque a nadie le convenía encartarse con un pelaito blanco como la leche, desangrándose en pleno Puerto. El Negro se quedó porque le dieron comida, ropa y zapatos, y porque nunca había visto correr a nadie tan rápido. Uffff, le va a ser tanta falta Richard que el Negro duda por un momento de su plan de escape.

Comienza el trabajo. Lo primero, ubicar los charcos. Quince minutos, ni más ni menos, porque no hay tiempo para preparar una gran trampa. Luis Calaveras encuentra tres, el Negro otros dos.
—¿No eres capaz? —dice el Negro riendo. Luis calaveras alista un metro de alambre dulce. El Negro saca una granada de su morral y hunde la otra mano para medir la profundidad. Toma una punta del alambre y la enreda a la hebilla de la granada. Luis retrocede dos pasos. El Negro hunde la granada y con precisión estira el alambre. Amarra la otra punta de una raíz. Todo bajo el agua.
—Te hace falta mucha selva —dice el Negro caminando hacia el segundo charco.
—Se va a hacer noche Negro, ¿no vamos a poner los caimanes?
—¿Tenés estacas?
—Seis.
El Negro esculca en su morral. Con una sonrisa triunfal saca dos láminas de madera. En cada una de ellas entierran tres estacas con las puntas afiladas hacia arriba. Escavan un hueco de un metro de profundidad e incrustan las placas asegurándolas a los lados. Las ponen muy juntas, así, cuando el soldado desconocido y distraído las pise, las láminas de madera se buscarán y se cerrarán como la boca de un caimán. Cubren la trampa con hojas. Se alejan. Esta vez Israel no pone señales, nada de ramas, ni hojas secas. En el destacamento de avanzada de Flórez viene el Águila, un indio rastreador mucho mejor que Julmer, que se va pillando todo lo que está fuera de lugar. La ventaja es que el Águila no anda buscando nada, nadie espera encontrarlos en la casona. Bajarán, como quedó acordado en la junta militar, a esperar a Candela, al resto del destacamento de Flórez, y al comandante Ríos que debería llegar en cuatro días con un notario desde San Blas para hacer a la flaca firmar el traslado del caserón y de los títulos mineros, haciendo propietario, no a Ríos, ni a Candela, ni a Flórez, sino al mismísimo comandante Catedral de Dolor, que siempre usaba como testaferro a un tal Juan Rodríguez, que probablemente era el terrateniente más grande de Colombia en las cifras del censo agrícola, después de las grandes multinacionales agrícolas y mineras.

—Esa flaca está buena. —Le dice Juan Calaveras que guarda el alambre en su morral. El Negro guarda silencio y camina hacia el caserón.
—No se haga el guevón que yo lo he visto mirándola, usted le tiene ganas.
El Negro ríe, siente miedo, pero no tanto. —No sé. Tiene algo que no le cuadra.
—¡Pues claro! se cree más que nosotros, se cree realmente importante, como si hubiera hecho algo… lo que le falta es un patrón. Yo me tomaría el trabajo de hacerla comer mierda para que se le bajen los humos… pero tranquilo Negro, que no se la asesinaría, solo de daría escarmiento. Se la entrenaría y se la devolvería bien dócil.
—El comandante la va a matar.
—Puede que no. Si todo sale bien podemos llevarla.


El Negro se sienta en el sofá y arrastra una pequeña mesa de madera entre sus piernas. Tras sus dientes blancos emerge un sonoro aullido que se acompaña de los golpes a la mesilla. Está cansado, se podría comer él solo la gallina. El comandante luce tranquilo, se ha sentado en una de las sillas de la sala a fumar después de saber que pusieron cinco granadas y el caimán. Le ofrece un cigarrillo al Negro pero éste lo rechaza. Son mentolados, esa porquería que fuman las mujeres de Otra Parte.
—Señora Buenahora. —El comandante se levanta e invita a Alicia a sentarse junto a él—. Es importante disfrutar de los placeres de la vida, mire al negrito que está tocando para usted.
Ella se sienta, mira los cigarrillos que probablemente le pertenecen. No le lanza ni siquiera media mirada al Negro. Va a comenzar el interrogatorio. Israel toca el tambor suave, como si arrullara a un bebé. Se estremece cuando entra Luis Calaveras. Ruega porque el comandante le pida que se vaya.
—Ya llegaron. —dice Calaveras refiriéndose a Adrián y a Richard—. No hay señales de arriba
El comandante sonríe satisfecho.
—¿Ve mi señora? Dios nos ha abandonado.
Luis Calaveras se queda de pie esperando órdenes. Interroga al comandante con la mirada, como lo suele hacer, porque todo siempre puede salir mal, porque Luis Calaveras fue carnicero, porque sabe hacer cortes perfectos y rápidos, porque siempre se sitúa atrás de la víctima, listo para saltar sobre ella cuando el comandante mueve sus grandes cejas de esa forma tan particular, aburrido de la conversación. Pero esta vez el comandante le ordena, también con las cejas, que abandone el salón. El Negro respira aliviado.
—¿Y bueno? —Pregunta el comandante con voz grave inclinándose hacia ella—. ¿Dónde están sus cosas?
—Mis cosas —repite ella.
—Sí —dice exasperado—. ¿No va a tomar nota?
—Sí —responde con más seguridad. La flaca busca con la mirada, atraviesa al Negro como si no estuviera ahí. Comienza a dolerle esa falta de reconocimiento. Con todo, él también busca. Encuentra un cuaderno y un lapicero. Se los alcanza. La ve a los ojos como si la obligara a no apartar la mirada. Ella es fuerte y, como lo esperaba, no la aparta, la mantiene, lo ve, no parece reconocerlo, pero finalmente lo ve. Ella susurra gracias y de nuevo mira al comandante. Atenta.
—¿Y el aparato? —Los bigotes del comandante se mueven de lado a lado, está incómodo.
—No sé qué …
—“No sé”, nada —la interrumpe—. La grabadora, la joda esa con la que graba la voz —grita.
—Claro. —Corre a la chimenea. El aparato está bajo un cuadro viejo. En él aparece una mujer de vestido azul frente a un telar, varios hombres ofreciéndose a ella, atrás, por la ventana, se ve un barco llegando. No hay negros… el único grisáceo es un gato que está a los pies de ella. Como Israel, el gato juega, no tamborileando mesas, sino con una ovilla de lana. Todos están cubiertos de polvo y se deshacen por la humedad, un poco como el destacamento, como la misma Alicia, como San Blas, y como Paloma, que por más dulce que sea, si no se escapa con el Negro va a enmohecer y desaparecer. Alicia deja la grabadora encendida en la mesa de centro ante la señal de aprobación del comandante. No hablan. Israel va lento y suave. El comandante desespera otra vez.
—A mí me dijeron que usted era universitaria e inteligente. ¿Qué quiere saber de la mina? Yo lo sé todo.
—Su nombre es Guillermo Ríos —vacila—. Don Guillermo, ¿cuál es su edad?
—¡¿Eso qué importa?!
—Me ayuda a saber qué tanto recuerda. Si es muy joven, lo que sabe fue porque se lo contaron.
—Yo presencié todo, conozco a su familia desde que nací.
Abre el paquete de cigarrillos
—¿Fuma señora Buenahora?
—No, además yo no soy Buenahora, esa es la familia de mi esposo… el más joven, el más ingenuo de ellos. —Mira hacia el suelo con aire derrotado, el comandante sonríe con soberbia y enciende el cigarrillo. Ahora es como una hiena tonta. Muestra antes de tiempo sus cartas. Israel lo sabía desde hace tiempo, esa obsesión con la mina no era otra cosa que la rabia que sentía por esa familia. Se pregunta si la flaca ya lo sabrá.
—Fumo muy poco. Cuando estoy nerviosa. —dice ella.
—¿Y no lo está?
—No.
Ríos suelta una carcajada sonora. Israel aumenta el ritmo y ríe también.
—Soy el más viejo de todos. Debo tener cuarenta años, ya no sé. Ahora me va a decir que también necesita mi cédula. No tengo ¿ve? Yo ya no soy un ciudadano de esta nación traidora, yo busco nación, una propia.
—Que sería… ¿dónde?
—Déjese de bobadas y hablemos de la mina.
—¿Cómo conoció a la familia Buenahora?
—Yo nací aquí mismo, en esta casa. Allá atrás, en el patio, mis papás construyeron un tambo, usted sabe que esa madera se pudre y las casas se caen. Ya no queda nada. Vivíamos allá porque el viejo Buenahora era un oligarca de mierda que no quería a sus empleados durmiendo en la casa.
—¿Con quién vivía usted?
—Esas preguntas… pues con mi mamá y mi papá.
—¿Y ellos qué trabajos hacían acá?
—Mamá limpiaba la casa —dice con un tono de amargura.
—¿Cómo era la casa entonces?
—Igual, rosada y fea. Estaba ordenada. —Ríos pasa un dedo sobre el suelo, juega con el polvo.
—¿Dónde está su mamá ahora?
Silencio. El Negro da seis golpes fuertes a la mesita. El comandante lo mira con rabia. Ahora es un perro. El Negro guarda silencio, contiene la risa. Ríos se recompone, muestra una actitud amable, sonríe. El Negro sonríe también, retoma la percusión con calma. Alicia se concentra en el golpeteo por un largo rato. Luego mira al Negro, lo mira fijamente, el Negro suelta un aullido suave. Sabe que finalmente lo ha reconocido, que ella recuerda la noche en que bailaba contenta con sus amigas de Otra Parte en la cantina de San Blas. Ella y sus dos amigas se movían como si estuvieran poseídas por el mismísimo demonio, y aunque usaban esos vestidos holgados y de colores, sus contorsiones y brincos eran mucho más provocadores que los de las putas del Encanto. Un poco de aguardiente y las mujeres de Otra Parte se convierten en verdaderas diosas. Ya debe saber que fue el Negro el que hacía la percusión esa noche con un balde que encontró al lado de la barra, y que la más brincona, la del vestido amarillo que se movía como una serpiente, se lo amarró al cuerpo. Alicia le sonreía haciendo bailar su vestido de flores moradas, dejaba ver sus muslos. Se había abrazado a su otra amiga, la del vestido rosado, bajaron y subieron las nalgas un par de veces, y luego cayeron en medio de carcajadas. Fue Israel quien la levantó, encajó su cintura y la hizo seguir un ritmo suave, lento, de champeta, tambores y guitarras. El Negro susurra, porque quiere que ella recuerde que esa noche respiró en su cuello y en su boca.
—¿Le gusta la música?, el Negro es coqueto no se deje engañar.
Alicia se dirige al comandante:
—¿Qué es lo que quiere? —Ahora es ella la que muestra su juego antes de tiempo. Parece un cachorro dispuesto a morder.
—Yo no tengo problema con usted señora. Es su marido, quiero saber dónde está el minero.
El comandante sonríe zalamero y mueve su mano hacia arriba para que el Negro acelere el ritmo. El Negro la observa, sin reír. Siente celos, se sorprende, pero continúa con la percusión.
—Comandante —dice ella aclarando su garganta—, no tengo nada que usted necesite, no soy yo la que puede dárselo. Usted sabe que mi marido no está acá… así y todo se ha quedado.
El comandante la observa serio, sin mover un solo músculo. El Negro Israel no se detiene, parece divertirse aumentando el ritmo. Ella cierra los ojos y levanta su mano izquierda hacia Israel.
—No entiendo por qué gasta tanto esfuerzo conmigo.
El comandante se ríe.
—¿Usted por qué cree que hago esto?
El Negro repiquetea.
—Yo no soy de acá. No sé muchas cosas, acabo de aprender a cocinar gallina.
—¿Por qué estoy acá y no con su marido señora Buenahora?
Ella lo observa con los ojos vidriosos, baja la mano.
—Porque ya lo encontró.
El comandante sonríe, aplaude y se pone en pie.
—Por favor, ahora sí, tome un cigarrillo.
Lo recibe. El Negro continúa con un ritmo firme y parco, hasta militar. Está serio, no entiende qué hace el comandante porque del marido no han tenido ni noticia. Ríos se ubica tras la silla de ella, le pone las grandes manos sobre los hombros y los masajea. Ella mira suplicante al Negro, el Negro acelera el ritmo, baila sentado en su silla, mira los ojos rojos de la flaca, está congestionada y asustada, él siente una erección. El comandante coloca el encendedor frente a ella. Prende el cigarrillo.
—No se asuste señora. Está vivo. Es un buen conversador su marido, fue él quien me mandó para acá, porque usted y yo tenemos que hablar de la mina.
Recuperó su puesto y el Negro el ritmo. Ahora es el rey de la selva, sentado en su trono, imponiendo sus reglas. Luce contento el comandante. Alicia fuma un par de veces.
—¿Qué quiere saber? —Dice ella mirando sus propias manos.
—¿Cuándo se casó con el minero?
—Hace un año y medio.
—¿En Otra Parte?
—Sí.
—¿Por qué se vinieron para acá?
—Hicimos un mal negocio y perdimos todo.
—Un mal negocio… cuénteme, yo tengo toda la noche.
—Alfonso es arquitecto. Invirtió todos los ahorros en un proyecto, un edificio que iban a construir, allá, en Otra Parte. El predio estaba en zona de riesgo, nos enteramos cuando ya había comenzado la construcción. Tuvimos que pagar a los trabajadores, también la demolición y vender al gobierno. No fue mucho lo que nos devolvieron, nos alcanzó para saldar algunas deudas y quedamos sin nada. Nadie quiso contratar a un arquitecto que se había equivocado tanto.
—¿Y usted no hacía nada? —Tono burlón del comandante.
—Me habían despedido antes… trabajaba en la embajada alemana.
—Una embajadora, Israel, ¡mire con quien terminamos! ¿Por qué una embajadora terminó preguntando la historia de la mina?
—Soy historiadora.
—Ese mismo cuento lo echó el campesino ese del Valle del Río Seco. Tendría que ver cómo lloraba. Según él, usted fue la de la idea de ir casa por casa interrogando a la gente. Pero yo no le creí señora Buenahora, yo sé que ese infiltrado lo que quería era averiguar de nosotros. La esposa, ¿cómo es que se llamaba, Israel?
—Marina —dice Israel sonriente.
—Marina, claro. Tenía una lengua larguísima, Luis se la cortó para que no fuera diciendo tantas pendejadas. Porque ella gritó como loca, decía que la culpa era suya, que usted es una espía del gobierno, que ese tal Benavides no tenía nada que ver. Nosotros lo buscamos porque la gente nos pidió que acabáramos con esa perseguidera, porque Benavides estaba tiranizando el Valle del Río Seco, preguntaba por su marido, por los mineros, y preguntó por nosotros, pero –dice acercándose a ella –, lo que más parecía interesarle era el título de la mina.
—No es así. —Ella limpia sus lágrimas. Esta rabiosa de nuevo. —Yo soy historiadora. Yo busqué en el archivo de las iglesias. Yo hice las entrevistas. Tengo las grabaciones, puede escucharlas. Tengo también las preguntas, puede leerlas. Marina dijo todo eso porque me odia, pero ninguno de ellos, ni sus hijos, estaban buscando nada más allá de lo que yo le pedí al señor Benavides.
—¿Qué le pidió?
—Ayuda para hacer la investigación. Quería hacer una historia local, esta casa y la mina eran temas que la gente recordaba. Fue por esa mina que los españoles llegaron acá, por eso fundaron San Blas, por eso vinieron los campesinos de Antioquia, de Caldas, del Valle, fue por la mina que los Buenahora se trasladaron desde el Puerto.
—Bueno, por lo menos dio resultado tanta preguntadera —el comandante se dirige a Israel.
—¿Qué encontró sobre los títulos?
—Primero fueron de un español que no encontró oro…
—A mí no me vaya a echar toda la historia —dice el perro comandante—. Yo quiero saber a quién le corresponden los títulos después de la muerte del viejo Buenahora, del abuelo de su marido. —Ahora es anaconda comandante, cree que la está amarrando, pero él no sabe cómo se mueve Alicia, cómo baila y se estira, y luego se deja caer y se escapa.
—A los hijos de Buenahora. A los tíos de Alfonso —responde ella.
—¿Qué pasó con Octavio?
—Mi suegro murió hace tres años. No lo conocí.
—No se perdió de nada, ese aprendió las mismas mañas del papá, tiene por ahí unos hijos con las indias de Cascajero. Uno no puede ir regando hijos por ahí sin razón, sin un propósito. ¿No cree señora Buenahora?
—No sé. No tengo hijos. —El comandante sonrie de nuevo—. ¡Qué bueno señora!
—¿Dónde estábamos? Ah, sí. La mina. Entonces es de su marido y de sus tíos. Esos dos viejos deben estar a punto de morir, ¿no?
—Sí.
—¿Tiene muchos primos su marido?
Ella lo mira seria.
—Dos. —Adopta un aire dulce, casi juvenil—. A ellos no les interesa esto. A nadie, Alfonso vino porque no tenía nada. Los títulos pueden ser suyos si quiere. No tiene que hacer todo esto. Son muchos años los que trabajó su mamá acá, ella puede, de seguro, reclamar la tenencia de este caserón, de la mina si quiere.
El comandante deja de sonreír. Se pone de pie y camina hacia la ventana. Ha comenzado a llover.
—¿Por qué tendríamos que reclamar algo que ya es nuestro señora Buenahora?
Ella guarda silencio. Mira fijamente el atizador de la chimenea. Israel tamborilea, mueve la cabeza de lado a lado. No se te ocurra hacer eso flaca.
—¿Alicia, por qué no me ha preguntado si Benavides está muerto?
—Porque no es mi culpa si usted lo mató.
El comandante se voltea y la observa, parece orgulloso de la flaca.
—Tiene razón. Se lo buscó él solo, ya tenía muchas deudas con nosotros.
Ella da la última calada a su cigarrillo y deja escapar unas lágrimas.
—Un cargamento que debía pasar fue interceptado entre el Valle del Río Seco y San Blas. Se le había pagado y nos robó. —El comandante se acerca a ella.
—¿Estaba enamorada de él?
—No quería que muriera.
—Así y todo se lo tiraba. Ha de ser una mujer muy liberal. No se preocupe señora, ninguno de estos hombres va a ponerle un dedo encima. Para eso están las putas, y usted no es una, ¿o sí?
—No. —Alicia estira su mano temblorosa hacia la caja de cigarrillos. El comandante se la alcanza y se arrodilla frente a ella.
—Usted es una mujer inteligente, una dama. Podría ser muy importante si quisiera. —Ella toma el cigarrillo.
—Yo solo quiero irme de aquí con mi esposo. No voy a interferir en nada.
El comandante se ríe y se pone de pie. Camina hacia la puerta de entrada. Se recuesta en la chimenea y ve el cuadro.
—Su esposo ya se fue. Lo mandamos para Antioquia hace cuatro días, si sabe lo que le conviene, ya debe estar fuera del país. Dejó una declaración, aquí. Dice que usted es la dueña de todo esto. —El comandante le pasa una hoja arrugada. Ella la toma y sin mirarla la deja sobre la mesa. Inteligente la flaca. El papel probablemente no dice nada. Da igual, todo lo que hay que hacer es ir a donde Isaías, el notario de San Blas, y él mismo escribirá la declaración del marido.
—Es maravilloso todo esto —dice el comandante extendiendo las manos hacia arriba, casi brincando—. Israel, esto es una fiesta, haga sonar esos tambores. ¿Quién iba a creer, Alicia, que usted y yo íbamos a conocernos aquí?, a nadie se le hubiera pasado por la cabeza que usted, una historiadora de Otra Parte, iba a terminar buscando una mina que es mía. Claro, es suya, ahí dice que es suya, y si no dice, lo dirá, no se preocupe.
Alicia pasa saliva. El Negro abre la boca, está sorprendido, al comandante no le interesan los títulos. Él quiere a la flaca, quiere que ella lo tome de la mano en público, que firme los papeles, que hable con el gobierno, quiere que la flaca limpie la casa mientras él manda a explotar la mina. El comandante quiere volver mierda el árbol familiar de los Buenahora, y por las malas apropiarse de su apellido. Alicia sonríe, parece ebria, se echa para atrás, mira al Negro, lo mira con desprecio, se balancea, apoya los codos en sus rodillas, con las piernas abiertas y hunde su cabeza entre los brazos.
—¿Qué espera que haga?, ¿quiere que me quede aquí? —El comandante la observa grave. —Si no acepto, moriré, supongo. —Sonríe. No tiene nada que perder, eso no le va a gustar a Ríos de Sangre.
—Su nombre nunca morirá Alicia. Aquí está su cédula, sus documentos y toda su ropa. Usted será inmortal.
Alicia sonríe de nuevo. El comandante se le acerca, como un gran oso. Su gesto es grave.
—Alicia, esto no es solo una guerra. Es un proyecto de vida. Todos nosotros tenemos años entrenándonos. Juan de Dios es un cocinero excelente, no tiene idea de todo lo que ha sufrido para preparar buena comida a punta de insectos, gusanos y micos, hasta los titíes le saben bueno. Richard es por mucho, el hombre más rápido en esta selva. Sabe correr, brincar, moverse por los árboles, es tan veloz que no cae en las trampas que a veces los indios mal habidos e insurrectos nos ponen. Julmer es el mejor médico de todo el frente, y sin estudiar. Conoce todas las plantas de esta selva, y también sabe algo de medicinas, puede hacerla vivir cien años si usted quiere. El Negro aquí, es un cazador, sabe dónde, cómo y cuándo colocar las trampas adecuadas. Luis, yo no quisiera que usted conociera las habilidades de Luis Calaveras. Él sabe hacer cortes perfectos, los hace para todas las ocasiones, interrogatorios, o simples asesinatos. Adrián, el pelao, va a ser el mejor tirador del mundo cuando crezca. Sabe disparar desde que tiene cinco años porque sus hermanos, que también caminaron conmigo, lo entrenaron. Yo soy lo mejor que usted puede conseguir. Yo la voy a cuidar Alicia, pero usted tiene que poner de su parte para que podamos sacar esta región adelante. Para que este caserón renazca de sus cenizas. ¿Se imagina todo lo que podrían hacer nuestros herederos? Y no hablo solo de estos soldados, hablo de jóvenes, o jovencitas si usted quiere, muy poderosos, los jefes de toda la región, y ¿por qué no? ¡Del Chocó entero!
Ella palidece. Ahora tiembla. El comandante se controla, parece darse cuenta de su exageración.
—Piénselo Alicia, tiene toda la noche. Negro, llévela al cuarto. Vamos a tener que encadenarla, porque no queremos que se vaya corriendo por la selva y caiga en alguna de las trampas.


El Negro no puede dormir. Todavía tiene el aliento de la flaca en la boca. Estuvo tan cerca de morir ahogada bajo él, que tuvo que ir al baño a pajearse, a imaginarla cerrando sus ojos verdes grandes. Hágalo, le dijo la flaca mientras él apretaba los dedos alrededor de su cuello. Hágalo rápido, susurró con ira. Lo hubiera hecho de no haber escuchado el interrogatorio, de no saber que Ríos se volvió tan loco que quiere apoderarse de la región convirtiendo a la flaca en una máquina de hijos. Por eso el afán de venir al caserón antes que Flórez, porque Ríos necesita a la flaca viva y sin preñar. A esta hora, mañana, el Negro Israel estará con Paloma. Su solo recuerdo lo hace sentir aliviado. Quiere hundirse en ella, agarrarla con fuerza, apretarle las tetas, la espalda, las piernas, y metérsela toda. Se pregunta si algún día querrá verla morir. Desecha la idea de inmediato, Paloma está tan dañada que matarla sería un descanso y no el punto culminante de una vida perfecta. Ella quiere ir a Otra Parte, pero el Negro se la llevará al Puerto. Allá hará algo de dinero y directo para el manglar. Un rancho, una jaula donde deje de putear y se dedique al Negro. El Negro llevará pescado todos los días, le enseñará a hacer ceviche y… bah. Aparece la flaca otra vez. Debió asesinarla la noche de la cantina. Así como mató a su amiga, la serpiente de vestido amarillo. La encontró en el Valle del Río Seco tres noches después de ver a la flaca bailar con sus amigas. Esa fue una muerte perfecta. La chica andaba borracha bailando atrás del bar. El Negro la agarró contra la pared. Ella le sonrió cariñosa y movió sus caderas con ganas de bailar. Israel la alzó, ella lo abrazó con las piernas. Agarró sus nalgas calientes y le restregó la verga. Con una mano acarició su cuello y la besó. Cuando comenzó a asfixiarse la serpiente gritó pero le tapó la boca con la otra mano. Un minuto. Lloró. Sentía los dientes de ella intentando morderlo, pero era tan débil y pequeña, que el cuerpo del Negro la enterró sin que tuviera oportunidad. Murió con un gesto aterrado, casi estúpido, predecible. Luego la dejó en el riachuelo, con la cara sumergida. Una borracha ahogada. En cambio, hace unos minutos, la flaca tenía los ojos a punto de reventar de ira. Era el orgullo. Porque la flaca no es boba, no es blanca y no es débil. La flaca es morena y verraca. Elegante. Ese perro la va a engordar, sin disfrutarla si quiera, porque no le gustan las mujeres, los hombres o las burras. Se la tirará mecánicamente, ella también lo hará con los ojos puestos en Otra Parte.
El gordo Juan de Dios ronca, parece un bulto de papa respirando pesadamente sobre el sofá. Los micos no dan tregua, aúllan como si esta fuera la última noche de la tierra. El Negro se pone en pie y sale al patio. Julmer mira la noche sentado en el suelo y recostado en la pared. El Negro se sienta al lado.
—Uno pasa tanto tiempo bajo esos árboles que se olvida de cómo se ve el cielo.
Israel mira el firmamento también. Es casi molesto que haya tanta cosa por allá brillando mientras ellos tienen tanto calor y deben aguantar los cantos de los grillos y de los titíes.
—Esta vez no vamos a salir vivos, Negro.
—Nunca se sabe. —
Julmer sonríe: —Ya me lo dijeron —dice señalando los árboles.
—A lo mejor te equivocaste, los brujos no tienen por qué sabérselas todas.
—No, Negro. Fue clarísimo el mensaje... No se preocupe, que la blanca esa podría salvarse y usted también.
El Negro lo mira
—¿Usted cómo sabe eso?
—Pa que vea Negro.
—¿Toda la vida ha brujeado? —pregunta el Negro.
—No. Yo fui brujo grande, cuando tenía diez. Es que allá, en el territorio, los espíritus le dicen a los brujos qué niños nacen con poder, desde las barrigas ellos saben y los entrenan. La mamá tiene que comer hoja de albahaca de monte para que los niños adquieran pensamiento. ¡Ellos ya nacen pensando!
—¿Y cómo hizo usted?
—Yo creo que los espíritus me negaron, que sabían que iba a matar más gente de la que iba a curar, y por eso nunca le dijeron nada de mí al brujo de Cascajero. Pero yo los escuchaba hablar. Yo escuchaba cuando llegaba un mal espíritu a mi pie, y mi pie le respondía, no, váyase de aquí que usted es malo. Y como no sabía defenderme me enfermaba. Una vez los escuché diciendo que iban a maliciar contra una tía que era gobernadora del pueblo. La odiaban porque trajo un brujo de Puerto Lejísimos; y yo dije, no, no la van a maliciar y se quedaron todos callados como recordando que yo los escuchaba. Al final, unos tíos me mandaron al internado porque creían que tenía loquera. Fue por el cura de Agua de Dios que aprendí a brujear. Porque el cura tenía unos bastones de hechicero, los había robado. Yo los encontré una vez que estaba con los compañeros esculcando sus cosas. Cogí uno, el más gordo, y le dije, bastón, si lo saco de aquí usted me ayuda. Y el bastón aceptó y me enseñó a hablar en espíritu, y me presentó a los demás y ahí sí me recibieron.
Israel está muy cansado para pensar en lo que le acababa de decir Julmer. Siente que los ojos se le cierran y deja caer la cabeza sobre las rodillas. Sueña que tiene un Negro gemelo. Otro como él en el caserón. Un Negro malo que quiere descuartizar a la flaca. Luis Calaveras, en el patio, le dice que el Negro gemelo ha robado uno de sus cuchillos, el menos afilado, y que se ha ido al cuarto de la flaca.
—Va a dejar todo embarrado de sangre, y los intestinos regados, ese Negro no sabe cortar Israel.
El comandante le grita que vaya a rescatar a la Buenahora, y que si está muerta, le traiga el útero. Israel corre a la habitación de la flaca pero la puerta está trancada. La escucha reír a carcajadas y el mismo Negro grita:
—Dejáte de joder Negro. Aguantá que no me voy a demorar tanto.
Cuando despierta Julmer no está ahí. Escucha risas en la cocina. Parece que están todos. La noche ha comenzado a clarear, deben ser las cuatro de la mañana. El Negro debe irse. Debe decir que hará guardia y luego caminar hacia San Blas, rápido. Mierda, pero es que la pobre flaca debe seguir arriba, sin haber pegado un ojo en toda la noche. Tiene ganas de tirársela, así, amarrada, y decirle que no la asesinará, que no la descuartizará y que se quede tranquila. Sabe que llegará tarde a la cita con Paloma. Se va a quedar, por lo menos un rato más. Ve a un colibrí chupando una de esas flores que tanto le gustan a Julmer. Suspira, no puede abandonar a la flaca. Por lo menos tiene que quitarle la cadena.
—¿Un café, negro?... ¿o claro? —dice Adrián cuando el Negro entra a la cocina. Está sentado en el mesón con los pies en el aire. Israel pasa al lado de él, sigue siendo más alto, le da un calvazo, el joven protesta.
—¿Y Richard? —pregunta el Negro.
—El comandante lo mandó a reconocimiento. Se fue hace un rato. —responde Juan de Dios, entregándole una taza de café.
—¿Y el comandante?
—Dándole el desayuno a la blanca Buenahora. —le dice Juan de Dios.
—Candela está llegando —dice Adrián—. Cuando estaba poniendo las marcas venía un indio asustado por tantos guerrillos. Dijo que estaban a un día. Pero ella es rápida, así que puede aparecer en cualquier momento.
—¿Cruzaron por el río? —pregunta el Negro como si la cosa no fuera con él.
—Sí. Bien guevones, cogieron el tramo más difícil. Le dije al indio que si no quería morir lo mejor era que avisara a todos allá en Cascajero que había toque de queda, que el que fuera por el camino a San Blas iba a ser ajusticiado.
El Negro se rasca la cabeza y se toma el café tibio de un trago.  
—¿Es verdad? —Susurra Juan de Dios al Negro. Nunca lo había visto tan afeminado, parecía una esposa gorda y miedosa. Luis Calaveras está comiendo pan frente a la ventana. Mira el camino que llega desde la mina. El carnicero ese les habrá dicho que serán los reyes de la montaña, de la mina y del caserón con el nuevo COMANDANTE. Es un poco imbécil Luis.
—Lo importante es estar firmes con el comandante Ríos. No dudar —dice el Negro.
El gordo le recibe el vaso y lo lava. Adrián saca su pistola de mano y apunta al gordo.
—Sí, gordo. Porque si no está firme lo matamos nosotros.
Luis Calaveras mira a Adrián con el ceño fruncido.
—¿Usted sabe cómo murieron sus hermanos, pelao? —le dice Luis a Adrián.
—Pues peleando contra los paracos. —Adrián salta del mesón, el cañón de su arma hace un recorrido periférico apuntando a todos.
Luis suelta una carcajada y el Negro mira a ambos desconcertado.
—Los gemelos estaban borrachos. Más Ramón que Roberto. —Luis se traga el último pedazo de pan ayudado con un trago de café.
—Borrachos y todo, ellos eran invencibles. —Adrián baja el arma—. Fueron ustedes, sus amigos, los que les dispararon en la espalda. Cobardes de mierda que no tenían las guevas para enfrentarlos cara a cara.
Luis Calaveras se ríe de nuevo. Julmer pone una mano encima del hombro de Adrián.
—Es cierto Adrián, ellos eran los mejores. —Julmer habla de manera pausada—. Tuvieron una muerte que no merecían. Usted tiene que calmarse para que no le pase lo mismo.
—No fue en batalla —dice Luis Calaveras sonriendo. Deja el vaso en el mesón—. Se acribillaron en el campamento de la montaña de Citará. Yo los vi, estaban borrachos peleando por quién era el mejor tirador de toda la guerrilla. Pendejos, luego gritaron por sus esposas y sus amantes, hasta se echaron la madre. ¿Quién se les iba a meter a esos dos grandulones? Porque eran fuertes, podían matar a cualquiera con dos golpes. Sacaron las armas y se dispararon. Todos los vimos, ¿o no Negro?
—El comandante lo aprecia Adrián —dice el Negro recostado en el mesón. Está preocupado por la flaca, pero cede porque ese culicagado está enloqueciendo, la muerte y el dolor parecen significar para él cosas muy diferentes que para el resto de la humanidad. Incluso Luis Calaveras parece más humano que ese niño. Es como un pequeño demonio que ha perdido toda la vergüenza,—también apreciaba a sus hermanos Adrián. No se haga matar. Guarde esa arma y piense bien antes de sacarla.
Adrián sale al patio, parece controlar su ira. El comandante pega un grito desde la sala:
—Julmer, vaya por los platos de la señora Alicia, y mire a ver si está enferma. Ha vomitado todo lo que comió.



—Se nos vino todo encima. —El comandante mira sus botas, y luego a los cinco soldados de pie en el salón. En quince minutos los quiero en sus lugares de emboscada. Cuidado con Candela, no se sabe quién llegue primero. Richard, corra a buscarla y entréguele esta nota. Se vienen bordeando el camino de San Blas.

Al Negro Israel el combate siempre le pareció una mala fiesta. Inicia así, con unos cuantos volando en pedazos por las granadas en los charcos. Luego vienen unos timbales, los gritos del pobre atrapado por el caimán que no cesan hasta que una bala se le atraviesa por la frente. Israel continúa agachado, con las piernas tensas y doliendo como el carajo, pero permanece ahí, detrás del laurel, detrás del matorral. Dispara, no tan bien como Adrián, pero eficazmente. Hiere a dos. Todavía no comienza la parte dura, la del currulao. Eso se viene en un par de minutos después, cuando los cuatro que quedan del grupo emboscado se esconden, y quieren bailar. Y Ahí hay que moverse muy bien. Arrastrarse, ir a otro árbol, y fingir que en realidad existe otro Negro, en otro punto, que también dispara, para que esos pobres diablos piensen que hay dos Calaveras, dos Julmer, dos Negros y dos Adrián. Con eso les acaba el impulso suicida del que no tiene nada que perder y se les amarra el miedo a la muerte. El Negro encuentra a uno. Un campesino bien campesino con acento del interior. Lo vio bailar una vez en el campamento de la montaña de Citará. Sonreía y fingía que el fusil era una mujer, hasta besó el cañón. El campesino asoma la cabeza detrás de una ceiba, pero Julmer la revienta con una bala muy bien puesta, el Negro no alcanza a hacer nada, vuelve a esconderse. Adrián, agazapado unos árboles a la derecha, le dice que corra. Quiere al Negro de carnada para asesinar a uno que ya identificó. Israel se siente borracho por tanto verde y tanto barro, está sudando. Coge el fusil con fuerza y corre. No, eso no es correr. Es como dar tres pasos y resbalar sobre las ramas. Siempre más atrás, más lejos de la pista de baile, porque falta una granada por explotar todavía. Adrián da en el blanco. Quedan dos. Uno ya está muerto porque no tiene a donde correr, el camino hacia la mina está cercado. El otro, el peligroso, el que no se ha dejado ver, está listo para regresar a soltarle todo al verdadero comandante, a Flórez. Richard no ha vuelto, y eso es grave porque él es el que mejor se mueve, él alcanza al que quiere escapar. Esta vez será el Negro. Se arrastra hasta un cedro y se queda muy quieto durante unos minutos. Tendrá que dejar el fusil y correr con la pistola de mano. Finalmente lo escucha. Está en medio de unos matorrales. Todo es verde, verde claro, oscuro, opaco, café, amarillo y ahí está, un punto sudoroso de color ocre. Se mueve otra vez, el Negro le ve los ojos y el rostro. Apunta, pero la víctima se sabe vista y corre sin que el Negro logre atinar. Corré Negro, se dice así mismo, corré. Siente su respiración, el golpe de las hojas, el corazón va a mil, el huido se le pierde entre los árboles. Quedáte quieto maricón. Los oídos le retumban y se le va a escapar. Julmer le corta el paso, va más rápido y le dispara. La sombra se desploma. Ambos caminan hacia el cuerpo. Están sin aire.
—¿Todos?
Julmer asiente respirando lento con las manos apoyadas sobre sus caderas. El Negro se limpia el sudor, observa el pico de la montaña. Está lejos.
—Es mejor que se vaya ya, Negro.
El Negro no dice nada, está muy cansado como para adivinar por qué el indio guerrillo sabe que va a escapar, y más aún, por qué lo está ayudando. Ahora ve el cielo, deben ser las nueve de la mañana.
—La blanca Buenahora va a estar bien.
Julmer le da una palmada en la espalda y camina de regreso al caserón. El Negro cubre el cuerpo del escapista con unas ramas y se rasca la barriga. Tiene el estómago revuelto. Mira hacia la casona.
Adiós flaca.

EL ESCAPE


Si los gorriones están cantando es porque afuera ya es de día y el doctor Olmedo fue mi último cliente. Normalmente abriría las ventanas para que se fuera ese olor a viejo y a sexo. Hoy no importa. Hoy voy a dormir un rato. Es claro que debo aprovechar esta oportunidad e irme con el Negro, pero me está dando nostalgia. Comienzo a extrañar este hueco, las sábanas que doña María intenta despercudir sin ganas y sin éxito, la cama que apenas se sostiene, las cortinas de satín rojo y, sobretodo, los canarios. Cuando lleguemos a Otra Parte el Negro tendrá que comprarme muchas aves, y de diferentes especies. Tengo que detenerme, es suficiente. Hay que descansar, al menos una hora. No puedo, tengo ese no sé qué en el pecho, y no sé por qué si igual no hay nada que hacer hasta que don Gabriel acabe con las cuentas y vaya a dormir, y eso será hasta las ocho de la mañana. Apenas son las seis y quince.
El río, el río es lo que más me asusta, porque salir de aquí es fácil, solo tengo que brincar por la ventana del pasillo de las habitaciones y caer en la teja de plástico que cubre el parqueadero. Apoyarme en las canecas de basura y saltar. Sigue la correría, al trote hasta la parada del bus, quince minutos, no es más. Las viejas de las tiendas pueden chismear, no importa, ¿qué van a decir?, que cogí el bus para Quibdó. Nadie sospechará que en realidad voy para Pereira, que a mitad del camino me bajaré, justo en la señal de tránsito donde dice que hacen falta ciento treinta y ocho kilómetros para Quibdó, repítelo, me dijo el Negro, sí, Negro, ciento treinta y ocho kilómetros. A unos metros de ahí hay un camino a pie, y por esa entrada se puede cruzar el río. Al otro lado estará el Negro esperando. Caminaremos por el sendero de los milicianos hasta llegar a la vieja carretera hacia Pereira, y subiremos a alguno de los camiones cargados de plátanos que vienen desde el Urabá. En Pereira ya sé moverme, todo es facilito, coger un bus por la avenida Más Allá y directico para Otra Parte. El problema es el río que debe ir crecido, anoche hubo tremenda tormenta, yo sé nadar, pero tampoco sé tanto. Tengo que llevar poco, solo ropa de mujer, nada vulgar, nada de puta. Es una pena por mis zapatos plateados, porque con ellos soy casi una diosa, una aparición. Israel tendrá que salir adelante y comprar mis cosas. Yo no pido mucho, una cama, un cuarto solo para los dos, los canarios, que nunca serán como Rodolfo y Estrella, porque esos dos son traídos del mismísimo cielo. A ellos los bajó Liniadó por la escalera que comunica el mundo de arriba con el del medio, y me los trajo Alberto, ese pobre indiecito que llevaron engañado para la mina y luego mataron. Alberto encontró los pájaros en una ensenada de regreso a Cascajero dizque para entregárselos a su mujer. Cuando llegó, ella ya se había ido. Dicen por ahí que con los indios que escaparon al enfrentamiento entre el ejército y la guerrilla hace dos años, pero Alberto creía que ella había cogido con otro indio que le tenía envidia. Terminó trayendo los pajaritos para acá, para que me hicieran compañía, porque él decía que aunque la pasáramos bien (no tanto a decir verdad) mi vida era muy triste. Tan lindo Alberto, la cagada que su ropa siempre apestara a humedad vieja, la ropa de casi todos los campesinos huele igual, a todos se les pega ese olor en la piel, y no son suficientes las duchas que tengo que darme para que se me quite a mí.
Fue con la muerte de Alberto que pensé en escapar por primera vez, porque supe que este pueblo está hundido en la mierda, mucho más que Pereira. Desde que la mina dio oro todo apesta a sangre, una ya no sabe si el campesino baja de la montaña con la sangre del gallo o del hermano, y los que vienen de la selva, esos huelen a plata, oro, sudor, y a hierro con sangre. Es como si la mina hubiera abierto una herida sanguinolenta en San Blas, y el primero que cayó en ella fue Albertico. Eso se lo dije a Don Gabriel, que muchas gracias pero no, que me devolvía para Tuluá y que hiciéramos negocios. Don Gabriel es un putero de pueblo, no tiene visión, lo que hizo fue sacar el cuaderno rojo en el que hace las cuentas con letra de primaria, y menos mal yo pasé por ahí y fui más allá, porque no soy boba, yo comencé un técnico en secretaría, y supe de inmediato que había un error malintencionado. Resultó que no debía tanto en comida y cama. Después de revisar las cuentas la deuda bajó de diez millones a seis. También calculé los días que debía trabajar para pagar y poder largarme de aquí. Mil setecientos ochenta días exactos, casi cinco años, y cada día con cinco clientes, calculé por lo bajo, pero es que todo esto es tan variable. En la época del enfrentamiento, allá en la mina, tuve casi veinte clientes por día, primero el ejército, luego la guerrilla. Pero pronto hubo un bajonazo bravo, con días secos, hasta que llegaron los ejércitos de ingenieros, políticos, bribones y vagabundos buscando suerte, queriendo oro. Ahora solo me quedan quinientos noventa y tres días. Es mucho tiempo, casi dos años, ¿por qué quedarme si me puedo ir ya? Además el Negro tiene la plata, y no voy sola. Son las seis y media de la mañana. Una ducha.

Agua fría, fresca, se va este sudor horrible que huele a viejo, pobre doctor Olmedo, tan viejito y tan putero, como si en realidad pudiera. Es buena gente, no se le niega, pero es hablador, casi que ni se desviste por andar contando lo que no hizo, lo que debió hacer. Hoy fue la misma cosa, que el subcomandante Ríos lo iba a matar, lo amenazó por bocón. Se puso a decirle que había medicamentos buenos y malos, que otro como él había ido con una herida parecida y había funcionado muy bien el antibiótico que le estaba recetando. Como novia celosa, el subcomandante le preguntó que a quién más estaba ayudando, y ya me imagino la cara blanca de miedo del doctor Olmedo, luchando por sonar tranquilo. No, a nadie, solo a usted subcomandante. Se ganó su amenaza por bobo, porque no ha entendido que esos señores son como las esposas, y donde se huelan el engaño, bueno no van lanzando sartenazos, estos tienen armas y otras cosas. Pobre doctor, se lo hago por pura compasión, y claro, por todas las veces que me examinó diciendo que me quedara tranquila, que ni verrugas ni piojos me habían pegado, y porque una vez me regaló los antibióticos para la única infección que me ha dado desde que estoy en esto. Fue por confiada, porque, con todo, don Gabriel cuida su producto y ninguna tiene sexo sin condón. Así y todo me tiré a ese geólogo que vino con cara de buenecito, qué iba a pensar yo que tuviera algo si era tan torpe que rompió el condón. Estoy bien, estoy curada, estoy llorando, mierda Paloma dejáte de joder, ya te vas a ir. Tengo los ojos rojos y cansados, me seco el rostro y envuelvo mi cabello en la toalla, como las divas de Hollywood que llevan esos turbantes y batas de satín blanco, caminan con tacones dorados, o plateados, y muchos, muchos hombres las cuidan, les llevan flores y las protegen. Bueno, yo no necesito eso, yo solo necesito ayuda, ¿entendés? Entiendo frente al espejo. Sacudo mi cabeza y cae la toalla con la que me seco los pies. La espuma de peinar, así, rapidito, para que los crespos rubios cojan forma. Voy por los calzones y el jean, busco la camiseta negra que esconde mis tetas y mi piel, y me pongo las sandalias. Las siete.
Me recuesto en la cama, la maleta ya está lista, todo lo que debo hacer es salir,  encontrarme con mi negrito dulce, ese negro que parecía tan lejano la noche en la que llegó al Encanto por primera vez. Estaba sentado en la mesa del centro con el subcomandante Ríos, tenía una cerveza a medias, se veía aburrido, yo lo vi mirándome, pero no le paré bolas, qué iba a saber entonces que me gustaban los negros, que me gustaba su baile, sus cuerpos, porque se mueven como el cielo. La verdad es que me asustaban, porque así me enseñaron en la casa, con negros ni a la esquina, y el pobre Israel buscándome, fue el primer y único negro con el que he estado, porque Israel es diferente. Desde el principio fue cariñoso y fuerte al mismo tiempo, y volvió y se quedó conmigo, no se fue con otra, y eso que Lady lo buscaba cada vez que él venía, ella misma me lo dijo, a tu negrito me lo como en tres minutos y vas a ver cómo se te acaba el romance. Es que el Negro es lindo, los hombres que vienen aquí son feos como ellos solos. Están los viejos amorosos que no se mueven; borrachos que a duras penas pueden dar con los botones de su pantalón, agarran duro como si una fuera un pedazo de carne y se demoran eternidades en llegar; los campesinos y los indios, con ellos la cosa es mecánica porque por lo general no están tan borrachos, y solo quieren descargar; y los soldados, todos, militares, guerrillos y paracos llegan sin haber empezado. Es bueno eso también, porque acaba pronto, no hay que hacer mucho esfuerzo, con los borrachos es mejor porque ni cuenta se dan de lo que pasó. Más de una vez don Gabriel los ha sacado a patadas cobrando por mamadas que nunca fueron. El porcentaje que gano es mínimo, pero plata gratis es plata gratis.
La noche que conocí a Israel los milicianos se habían tomado el Encanto, reían y manoseaban a las compañeras, menos mal yo estaba vestida de mujer y no de puta, porque tenía la regla y con la regla no se trabaja. Bajé al bar porque esa fue la orden, esa es la orden siempre que llega algún grupo de soldados, ya sean del ejército, de la guerrilla o de los paramilitares. Todas debemos estar abajo mientras  revisan el bar y las habitaciones, no vaya a ser que les hagan una emboscada como pasó en enero en el Valle del Río Seco. Fue un martes, creo, un grupo de guerrillos estaba puteando y, en pleno, llegó el ejército. Les dispararon. Los otros no alcanzaron a buscar las armas para defenderse. Murió la tropa empelota y dos putas también, otras tantas salieron heridas.
Mientras pasaban revista en el segundo piso del Encanto yo me senté en la barra a esperar. Las que trabajaron esa noche estaban alegres, porque hay que estar alegres, pero no tanto, porque no somos de fiar, y por eso nos pueden matar. Cuando el subcomandante Ríos llega el ambiente se enrarece, toca cerrar el bar y de gratis ir dándoselo a sus guerrillos. Él no nos quiere, y lo sabe la pobre Dioselina que recibió una patada en el culo cuando se fue a bailarle en las piernas. Al principio creímos que era marica. En realidad el hombre es como un santo, o eso dice Israel, no le gustan los hombres ni las mujeres, no lo ha visto pajearse jamás, ni flaquear ante cualquier pelaita bonita, de esas que tanto les gusta a los guerrilleros. Don Gabriel le hace caso no sólo por miedo, sino porque le debe mucho, si Ríos en realidad fuera marica, el pobre culo de don Gabriel estaría roto de tantos favores. Recuerdo a Israel tomando su cerveza, con su cara de pocos amigos porque Israel no es putero, a él le gusta la conquista, el juego, el toqueteo, le gusta cazar, una mujercita que cobra, peor, una mujercita de gratis que venga de buenas a primeras a chupárselo no lo anima. Según él, fue por eso que se enamoró de mí, fue por eso que le pidió a don Gabriel que la tipa de la barra fuera a atenderlo, porque no era una tipa vulgar. Estaba ofendida, no solo porque no tenía por qué trabajar gratis, sino porque no quería hacerle nada al Negro. Él tuvo que darse cuenta porque lo llevé al cuarto sin nada de ganas, me senté en una esquina de la cama y me puse a fumar. Fue raro que no se me lanzara encima, que no se desvistiera ahí mismo como si la verga no le aguantara, porque eso hacen los soldados. Me preguntó si sabía bailar, ¿quiere bailar? Y claro, me tocó levantarme y bailar sin ganas al ritmo de Helenita Vargas. Fue la primera vez que sentí su olor, me dio tanta repulsión que el pobre negrito se sintió ofendido y me empujó, pero no se fue. Le dije, tengo la regla. No le importó.
Siete y veinte de la mañana, podría arriesgarme, irme ya… y cagarme todo el plan por impaciente, y ahí si se vendría lo malo, porque don Gabriel me vendería como carne al subcomandante Ríos y si él no aceptara convencido por el Negro, entonces me ofrecería a otro ejército, o a algún campesino. No, yo ya estoy muy vieja para seguir en esto, tengo que largarme y dejar atrás tantos soldados, porque todos, sin excepción, son malos. Yo tuve que ver cómo los del ejército se llevaron al alcalde de Tuluá, lo sacaron de la iglesia sin temor de dios, y lo mataron en la selva. Eso último no lo vi, tampoco vi su cuerpo, porque a mí me hicieron caminar por la trocha que va a Puerto Lejísimos. La que me contó eso fue Carmelita González que en esa época limpiaba la alcaldía y que muchos años después encontré pidiendo plata en una calle de Pereira. A ella le mataron a los hijos por “auxiliadores” de la guerrilla y la echaron de su casa. Me contó que cuando salimos de la alcaldía metieron a unos funcionarios traídos de Otra Parte. Ellos enderezaron las políticas y acabaron la corrupción despidiendo a todos los del pueblo, o eso decían. Carmelita González salió en esa purga. Se fue para donde unas hermanas en Cali. No duró mucho. Es que nadie le aguanta a Una una tragedia que dura mil años. Hay que ponerse a trabajar, y ella, tan vieja, no consiguió ni limpiando casas. Se fue a Otra Parte a probar suerte, allá se le acabó la plata y llegó a Pereira mendigando con la idea de regresar a Tuluá. Pobre Carmelita González, se le notaba en la tembladera que estaba metiendo algo, se debió volver adicta a las papeletas o al bóxer, vaya una a saber. ¿Qué le pasó a usted? Hay Carmelita, me habían pasado tantas cosas, porque cuando me llevaron esos cerdos zarrapastrosos me metieron mano, fueron dos pelaitos que no tendrían más de veinte años, y ambos me cogieron como si fuera un pernil de cerdo y aprendieron por donde entraba la cosa. Se reían diciendo que no me hiciera la boba, que ellos sabían que yo era la amante del alcalde, que era una guerrillera infiltrada en el gobierno de Tuluá. Al principio grité, Carmelita, les dije que era sana, que no me hicieran nada, que yo trabajaba en la alcaldía porque estudiaba secretariado ejecutivo en el instituto, no la creían, decían que estaba muy chiquita para estudiar en la universidad, y yo insistía, que me gradué con honores del colegio a los catorce, que era la mejor estudiante del instituto, que le preguntaran a mis profesores, pero no les importó, me dieron tres golpes en el estómago y dejé de hablar. Aguanté todo calladita. Eso fue de noche. El líder les ordenó que me dejaran ahí, botada en medio de la nada, y estuve un buen rato. Escuché disparos, y con miedo me fui para la carretera y me monté en un camión que me dejó en Pereira. Entonces conocí a Zafiro, fue una casualidad, porque yo andaba por la plaza central, que huele a orines y está llena de basura. Tenía hambre, pero no iba a pedirle plata a nadie, porque limosnera nunca fui, con el perdón de Carmelita. Era muy temprano, tal vez las cuatro de la mañana, el día ya estaba clareando y yo me senté en el muro de la estatua de Bolívar sin saber qué hacer, tampoco es que me importara. Hacía frío. Escuché sus tacones negros acercarse, no me atreví a mirarla hasta que esos poderosos zapatos estuvieron frente a mí. ¿Qué me le hicieron?, me preguntó con un vozarrón de hombre echando para atrás el pelo negro y liso. Tenía un vestidito azul de lentejuelas que brillaban a cada movimiento, se sentó al lado mío y me dijo que la vida no era fácil. Yo lloraba sin saber lo que me iba a contar, y lloré aún más cuando me dijo que desde los siete años su papá la convirtió en una mujer, ¿me entiende?, le dije a Carmelita González que me miraba con el rostro confundido, como preguntándose por qué le contaba todo eso, pero tenía que decírselo, porque cuando a una la violan -y esa es la palabra, no hay otra-, hay algo que se rompe y nunca vuelve a ser igual. Zafiro se salió de su casa a los diecisiete años, después de tener dos abortos, hermanos e hijos a la vez. Se fue para el centro a trabajar con unas amigas, puteando, porque, ¿qué más sabía hacer? El papá la buscó una vez, estaba borracho, y le decía que si no se devolvía a la casa le iba a pagar para que se acostara con él. Carmelita, Zafiro me dijo que quiso matarlo, y hubiera podido, nadie en Calle Picha la hubiera denunciado porque son muchas las que fueron abusadas de pequeñas. Zafiro lo mandó a golpear, el hombre salió directico para el hospital, jamás volvió por ahí. Carmelita González aseguró que entendía mi sufrimiento. Pero no, no lo entendía. Me pidió que regresara a Tuluá, que las cosas habían mejorado, que ella misma iba a volver a pedir lo que era suyo, porque ya había una gente del gobierno dando la plata para las víctimas. Me recordó que allá me esperaba la casa y que debía ayudarle a mi mamá, estaba pasando hambre, estaba en bancarrota. Sentí lástima, pero así como crecí sola y a las malas, mamá también tendría que morir sola y a las malas. Le di la plata que había ganado esa noche, y volví a la casa por una ducha y a dormir.
Zafiro. La abracé después de que me contó lo de su papá, todavía no sabía si era hombre o mujer, porque era muy alta y fuerte. Ella me acarició la cabeza durante un rato y luego me invitó a desayunar en su casa, un apartamento pequeñísimo en un edificio horrible y viejo del centro de la ciudad. Le conté todo. No, no fui yo, mejor dicho, fue como si otra le contara todo, yo solo tenía hambre y comía con ganas los huevos revueltos con tomate y cebolla, y luego la arepa, le pedí otra pero ella dijo que eso no le hacía bien al cuerpo, que ante todo tenía que cuidar mi figura. Y le hice caso. Dormimos juntas todo el día. Anocheció y se fue a trabajar. Me bañé, estaba moreteada en todas partes, lavé las sábanas sucias de barro y también limpié el apartamento. Me iba a ir pero la esperé para darle las gracias. Estuve un buen rato sentada en la mesa del comedor hasta que caí dormida. Ella llegó al amanecer apestando a aguardiente, balanceándose en sus tacones con el vestido fucsia untado de sangre. Estoy bien, dijo cerrando la puerta y deslizándose contra ella hasta llegar al suelo. Le di las gracias por todo y me despedí, pero estaba tan borracha que decidí quedarme y ayudarla. La acosté, le preparé un caldo y dormí en el sofá. Por la mañana resucitó más vivaz que nunca. Acababa de ducharse. Se acercó al fogón y probó el caldo, estaba sonriente y secaba su cuerpo desnudo con una toalla minúscula. No era un hombre. Hay que calentarlo, dijo, y luego se me acercó. Creo que era la primera vez que veía a una mujer desnuda en vivo y en directo. Además era hermosa. Las tetas no son de verdad, dijo. Me hizo tocarlas. Nunca había deseado a alguien con tanta certeza. En Tuluá me sonrojaba cuando Manuel Echeverry me decía que me estaba poniendo muy bonita, pero hasta ahí. Con Zafiro fue diferente, porque lo sentí de inmediato en medio de las piernas y en la espalda baja, tuve ganas de acariciar su cuerpo, sus rodillas, su estómago delgado y estriado. Ella pasó sus dedos por mi cuello y, sin que yo pudiera imaginarlo, se recostó sobre mí y me besó. Al principio fue incómodo, su cuerpo se restregaba sobre el mío sin que yo entendiera muy bien lo que hacía, pero ella guió mis caderas, y le cogí el ritmo, ahí sí sentí su muslo desnudo rozando mi entrepierna y, allá abajo, todo se puso muy húmedo, entendí los chistes de los calzones mojados, y me moví con temor, porque no sabía qué hacer, ni cómo hacerlo. Ese día ella hizo todo. Besó mis pezones, mi estómago, mis piernas, hundió sus dedos en mi vagina y luego su lengua y yo volví a salir de mí, pero no como la noche anterior cuando le contaba lo de los militares, fue diferente, fue como si no pudiera controlar los movimientos de mi cuerpo, ni mi respiración, ni mis risas que de a poco se convirtieron en gemidos. Ya no quería irme. Nunca quise irme del apartamento de Zafiro, porque allí recuperé mi voz, mi cuerpo, en ese lugar ella me bautizó Paloma (porque me había encontrado perdida y sucia en la plaza central de Pereira). No podía contarle nada de eso a Carmelita González, ¿para qué amargarla diciéndole que me metí de puta por lesbiana? Porque hubiera podido limpiar casas, ser empleada en algún restaurante, hasta en la Calle Picha lavando sábanas y haciendo la comida, pero yo quería subirme en los zapatos de Zafiro, quería usar sus vestidos de colores, y maquillarme, quería ayudarla con el arriendo y que dejara de tirar con el arrendatario para que no nos echara, quería sacarle la plata a los hombres, reírme en sus caras, en los gestos ridículos que hacen cuando llegan, quería decirles que me metía por el culo su deseo, y que no me dolía. Río, ahora río, por dios, es que ellos saben cómo convertirlo a uno en una cosa, sólo Zafiro, y el Negro claro, sólo ellos dos han sido mis verdaderos amantes. El resto, una pérdida de tiempo, es que ni la plata vale el esfuerzo. Ocho y seis.

Me levanto, cuelgo las gafas de sol en el cuello de mi camisa y agarro el morral. Salgo de la pieza, el piso está limpio y trapeado. Mierda. Se me encoge el corazón al recordar que hoy viene Maricela, la señora que limpia el Encanto cada tres días. Me asomo al pasillo de las habitaciones, está iluminado por la luz roja y en la mitad está Maricela, bueno, más bien una sombra negra que se mueve de lado a lado al son del trapero. Tras ella veo triste la ventana del escape. No importa, me voy para abajo. Paso rápido hacia las escaleras sin que Maricela me vea. Suelto mi cabello y me quito el pantalón y las sandalias, no sé cómo logro meterlas en el morral que está a punto de estallar. Lo cargo en mi mano izquierda y bajo las escaleras rogando no encontrar a nadie. Me asomo a la cocina, doña María no está, casi arrastro la maleta. Doña María está afuera, me observa por la ventana que da al patio, le sonrío perezosa y pateo el morral debajo del mesón. Me sirvo agua en un vaso, ella me observa unos segundos, y sigue su camino hacia el carro. Aprovecho que la gorda María está de espaldas en el patio y brinco, no sé cómo, hasta alcanzar la ventana de la cocina, con morral y todo. Logro salir. Siento el pequeño corte de la bisagra en mi muslo derecho. Corro descalza hacia el patio de la casa del lado. Ya estoy afuera. Calma. Calma. Saco el pantalón y me lo pongo sin abrocharlo. Troto hacia la siguiente casa. Logro calzar las sandalias. Corro unos minutos más, ruego porque todavía no se hayan dado cuenta, ¿por qué se darían cuenta?, sólo me levanté por un vaso de agua. Estoy temblando. Trato de no pensar en el castigo que recibiría sí me encuentran, porque nadie me apoyaría, eso es claro. Imagino a los policías ante un escándalo en la calle, yo tratando de zafarme de don Gabriel, él arrastrándome del pelo, el policía de turno le diría que lleve a sus putas para su bar, que los shows solo se permiten adentro. Dos viejas chismosas me ven correr detrás del patio de la casa del doctor Olmedo, seguro que se preguntan qué estoy haciendo afuera, espero que no lo sepan, o que sí, y que tengan algo de compasión. Me detengo cuatro casas adelante, cuando ya no me ven. Estoy en la casa más cercana a la plaza, espero la llegada del bus. Hay alguien viendo televisión en la sala, alcanzo a ver por la ventana. Es un  programa de mañana, el presentador habla sonriente, sin calor, sin sudar, sin sangrar. Respiro, viene el bus, tomo fuerzas y me le atravieso. El conductor frena enojado. Abro y cierro los brazos para que se detenga completamente. Sudo, sudo mucho, el sol me quema el rostro, la espalda, los pantalones se me pegan. ¡Cuidado putita!, grita un pendejo en la plaza. Lo reconozco. Es un culicagado que fue alguna vez al bar, casi no tenía plata, ni tiempo, llegó rápido, dos minutos habrá tardado. El bus está detenido. Me subo. El conductor me dice que soy una bruta. Lo miro asustada y le pago. Arranca echando madres. Me siento. Lo he logrado, lo conseguí, ¿por qué sigo aterrada? El bus avanza. Estoy sola, estoy sola, y me han visto, el pelao ese me ha visto y si ya saben que me fui, en poco tiempo alguien le avisará a don Gabriel. Sabrá que voy en este bus. Puta vida, ni un arma pedí para asesinarme como mi papá, ¿podría morir por decisión?, ¿dejar de respirar? Trato de tranquilizarme pero no lo consigo. Hay dos viejas muy viejas atrás. Al final. Están calladas, no saben quién soy, no saben qué hago, no saben nada. Miran sin mirar. Una tiene el pelo largo y trenzado, la otra lo lleva corto, ambas con batas de viejas gordas. Huele a gallina, a mierda de gallina. Adelante un campesino. Al lado, en el otro asiento, un negro, un negro viejo, acariciando sus barbas amarillentas. También hay un pelao que fijo es soldado por el corte de pelo, por su piel quemada. Atrás viene una familia de indios, veo el aviso de tránsito “ciento treinta y ocho kilómetros para Quibdó”. Es acá, me levanto y timbro. El conductor me mira raro por el retrovisor. Grito, por acá vecino, ¿me va a llevar a su casa? Se detiene, a usted me la llevo a la cama. Es un gordo repulsivo. El joven soldado ríe y me bajo. Los indios se bajan conmigo. Hablan en su dialecto, dejan la carretera y se meten en la selva. Los llamo. El hombre se detiene. Tengo que pasar el río, ¿sabe por dónde? Me dice, por allá, y señala unos diez metros por allá. Por allá está el camino, por acá la selva y la montaña, por allá el río. Estoy sudando más que nunca, ¿sabrán la hora? Estos indios no sabrán ni qué día es. Tiene que pedir permiso a Liniadó. Mierda, mierda, mierda, no es buena señal, si por pura estupidez me gano a un mal espíritu me voy a ahogar. Mire, saco diez mil pesos, le doy esto si me ayuda. Extiende su mano derecha, estirando los cinco dedos, cincuenta, dice. Treinta. Él se mantiene en el precio. Hijueputa indio usurero. Miro la carretera, a mí también me emputa que me pidan rebaja. Está bien, sus cincuenta, pero dígame cómo. El hombre camina con decisión hacia allá, yo lo sigo, la familia espera. Entramos por un camino hecho de puros pasos, una pequeña línea de tierra que dibujada en el suelo abriéndose paso por los árboles. El ruido es insoportable, pájaros y micos gritan como acusándome de escapar del infierno. Llegamos a la ribera, el río está crecido. ¿Va para Pereira? No digo nada. Debe ser muy malo lo que hizo para venir por acá. Asiento. Yo no juzgo, dice, tiene que montarse a ese árbol y dejarse caer en esa piedra que está en la mitad del río, antes, escupe tres veces en el río y luego le bota tierra. Ese debe ser el permiso, ahí se fueron mis cincuenta mil pesos. Me entrega dos ramas largas y gruesas. Cuando esté en la piedra entierra las ramas bien profundo, con fuerza, y luego se agarra de ellas para alcanzar la otra orilla. Tengo ganas de llorar porque el indio no sabe que soy débil, que en el fondo soy una mujer de pueblo grande, de ciudad, soy floja y no tengo fuerza, siempre he tenido que andar con chuzos para defenderme de las bestias, nunca tuve habilidad física, en la escuela perdí todas las carreras, todos los partidos, todas las pruebas de fuerza, siempre fui el arquero de fútbol, no porque fuera ágil sino porque si de casualidad alguien lanzara el balón hacia mi cuerpo evitaría un gol; ni siquiera tirando tengo tanta energía, por eso tuve que salir de Pereira, porque solo con cocaína podía resistir más de diez minutos sentada encima de los clientes, necesitaba tanta que terminé comprando más de lo que podía pagar. Sale una lágrima, la seco de inmediato y le pago, quiero que se vaya, quiero que saque a su familia de la carretera, no quiero la camioneta de don Gabriel siguiendo el bus y preguntando a los indios si han visto a una puta corriendo por ahí. El indio recibe la plata y me da un abrazo. Se va.
Me subo al árbol con las dos ramas. No soy capaz de dejarme caer en esa piedra, no soy capaz. No. Mierda. Sí soy capaz. Me voy soltando, estiro los pies, mis puntas la tocan. Olvidé escupir, olvidé pedir permiso, ya no lo voy a conseguir. Caigo, resbalo un poco, pero finalmente me sostengo. Río, digo en voz alta, no tengo tierra pero le pido permiso. Escupo. Entierro la primera rama, el río suena duro y viene con fuerza. Siento que jala la rama, la suelto y se va. ¡Se va! Me siento y lloro. ¿Por qué no está Israel al otro lado? Porque es muy temprano, deben ser las nueve. Tengo que cruzar. Después del río nadie me va a alcanzar. No sé cómo hacerlo, podría esperar al Negro, que me ayude, que venga por mí y me saque de aquí. ¿Y si el Negro no viene?, ¿qué voy a hacer si se queda por allá con la flaca Buenahora? Porque para nadie es un secreto que el Negro se desvive por esas mujeres de ciudad, que anda detrás de cuanta estudiante de la universidad de Pereira llega a San Blas dizque a investigar plantas y animales, ¡pura vagabundería! No es que no me importe. Lo odio por eso. Pero al final el Negro la ha tenido difícil, porque le ha tocado aguantarse al subcomandante Ríos, y la caminada por la selva. Con la flaca es distinto porque está obsesionado, él dice que la va a matar, y que cuando ella muera matará también al subcomandante, y con eso nos haremos el billete, pero qué va, el Negro no va a matar a nadie, me basta con que llegue sano y salvo. Espero, en verdad espero, que el subcomandante no lo haya descubierto. Lloro otra vez, estás hecha una Magdalena, por puta y por llorona, Paloma. El Negro va a venir, porque no va a matar a nadie, va a cumplir su promesa, sin violencia, sin dramas. El Negro ya está en camino, salió sin que nadie se diera cuenta, como dijo que lo haría, y lo hizo sin asesinar a nadie, sin avisarle a nadie, sin que Luis Calaveras se diera cuenta, y tiene la plata que recogieron de los indios en Cascajero hace tres días. Es esa obsesión con la flaca lo que me tiene así, dudando, porque habla horas y horas de cómo asesinarla, de cómo sacarle los títulos de la mina sin regar una gota de sangre, el Negro no entiende que ella no importa, y la mina menos. No voy a volver a pasar por esto, no voy a volver a confiar en él. No Paloma, ahí mismo llegue a Otra Parte se independiza. Menos mal sí traje los zapatos plateados, menos mal también metí el vestido fucsia en el morral. Hasta en Otra Parte los hombres querrán putas, por plata no me voy varar.
Si no soy capaz de salir de esta piedra sola, el río crecerá después de la lluvia, la cubrirá y me ahogaré. ¿Por qué estoy acá?, ¿por qué vine hasta San Blas y caí en la trampa de don Gabriel?, ¿por qué no dije, no, no me voy para allá, me salgo de puta pero no me voy para allá? Porque murió Zafiro, si ella no hubiera muerto yo no hubiera tenido que trabajar de más, no hubiera tenido que esforzarme, no me hubiera endeudado, no hubiera aceptado la propuesta de don Gabriel de venir hasta San Blas a preparar un buen show para los viajeros, para los mineros. Extraño tanto la casa de Zafiro, sus pájaros, los tendederos improvisados que atravesaban ese pequeño apartamento, el olor de la ropa secándose por encima del comedor, por encima de la cama, por encima de la sala. Extraño las ventanas de madera pintadas de azul en las que me recostaba para ver los techos de las casas del lado y las peleas de los gatos después de tirar. ¿Por qué estoy acá? El ruido del río es muy fuerte. Israel no va a venir y el río me va a llevar. Lloro. No puedo morir aquí. Cojo la última rama, debí traer tres. Sumerjo los pies, las rodillas. Está helado, viene con el frío del pico, que es casi como un nevado. La corriente es fuerte. Me hundo sosteniéndome de la piedra, siempre de la piedra, y entierro la rama, esta vez más lejos, más cerca a la orilla, no lo suficiente. El frío se me mete por los huesos y alcanza mi estómago, no creo que pueda sobrevivirlo. Entierro la rama con ganas, no la suelto, si el río se la lleva me voy con ella. Tengo que ser valiente, mucho más que la noche en la que me atreví a tirar con el Negro, y con la regla. Tengo que tener la fuerza para soportar, como hice con el Negro, el ritmo, sin fatigarme antes de tiempo. El río es como el Negro, el río es como el Negro que se me viene encima con todo su poder, y se me mete entre las piernas sin que mi cuerpo dé abasto. El río me va a lastimar como lo hizo el Negro, pero no me voy a dejar asustar, al final, el río me va a sacar de aquí, como el Negro. Me sostengo solo de la rama. El agua me arrastra un metro, la rama no se suelta de milagro. Estiro todo mi cuerpo antes de que la rama ceda y me dejo ir hacia la orilla. No la alcanzo, la corriente me empuja, voy a morir, solo puedo dejarme  llevar.
Definitivamente no es como lo pintan, hundirse, esa caída del cielo, por puta, no es una caída tranquila. Siento los golpes de las ramas y de las piedras que viven acá, con Liniadó. No voy a morir ahogada, voy a morir golpeada. Escapé de don Gabriel y su Encanto, del dealer al que nunca le pagué en Pereira, de los soldados, de Lady, que alcanzó a lanzarme una silla en la cabeza antes de que la gorda María la detuviera; no escaparé de esto, no esta vez. El Negro esperará en la orilla, quedará plantado en la selva y le saldrán ramas, llorará caucho sin saber que me morí aquí, que vine a buscarlo, que vine por él, que también quería ir a Otra Parte y caminar por las calles sin miedo. Israel vivirá en esta selva hasta que el firmamento caiga en la tierra, el sol lo quemará y acabará con todo, con los indios, con los mineros, con los soldados y con las putas; y este río se secará, y abajo, muy abajo apareceré yo, morada y muerta, pero yo no estaré aquí, estaré en el cielo de las putas, en un Encanto del purgatorio, donde todas somos ricas y tiramos con quien queremos, no con quien nos toca, y habrá comida y fiestas todas las noches, y beberemos, y bailaremos, y no será Helenita Vargas, será el Hector Lavoe, salsa, como en Tuluá, y te pido un besito, ah ah, y te toco la manito, oh no, y te digo que te quiero, ah ah, que eres mi único anhelo, y habrá muchos negros con el tumbao lento y suave, y bailaremos tranquilos por lo menos por un buen tiempo, hasta que se acabe todo.
Me agarro de una raíz, mis manos se queman, pero logro sostenerme, salir y respirar. Estoy en la orilla, me arrastro, y quedo tumbada en la tierra. Extiendo los brazos, agarro dos puñados de tierra húmeda. Descanso. Las hojas de los árboles bailan por el sonido de este chorro incontrolable de agua que baja envenenado desde la mina. Ya no sé qué es agua y qué es sudor. Te las has cobrado cara, digo en voz alta, disfrutá los zapatos y el vestido, puedo comprarme unos nuevos en Otra Parte. Si tuviera fuerzas le escupiría, pero no me animo.

LA ESCRIBIDORA


— ¿Si lo dejamos para después te molestaría? Hoy no estoy de buen ánimo.
—Es tu decisión. Pero...te puede servir hablar un rato.
Estoy al borde de una crisis y no quiero llorar frente a Martha. Tiene el ceño fruncido, está observándome como si fuera un animalito, un niño del que espera algo, una adolescente que le debe dar la respuesta correcta, una anciana quejándose de un dolor inexistente. Yo podría ser todos esos, pero no soy ninguno. Soy un marinero barbado y viejo, cansado de esta ciudad, de las montañas, de las calles congestionadas, de los ladrones, y de la gastadera de plata. Quisiera encerrarme en un barco y recorrer el océano.
—Sí, puede ser —digo tímida, como si yo no fuera yo, como si de verdad fuera un marinero desconfiado y parco que quiere zafarse de preguntas impertinentes.
—Podemos hacer un ejercicio. —La miro sin interés. Ella insiste —: Quiero que me hables como si fueras Alicia.
—No quiero ser Alicia, es lo último que necesito en este momento. —digo mirando mis zapatos de cuero.
—Alicia es un personaje muy interesante, Julia. ¿Tú eres ella?
—Ya te dije que no quiero ser Alicia.
—Sí. Entiendo. Quiero saber si cuando escribías sobre ella pensabas en ti. A lo mejor pensabas en Paloma.
 —Primero pensé en Alicia. Pero se fue diferenciando. Creció sola, dejó de ser blanca, alta y crespa. Además se hizo valiente, y tiene paciencia, yo no hubiera aguantado un solo día en esa casa… ¿Sabes? En serio no quiero hablar de Alicia. De Paloma mucho menos.
 Estoy a punto de llorar. Siento mi garganta cerrada. Hay un oso diminuto en la caja de juguetes de uno de los hijos de Martha. ¿El cuarto? ¿El quinto?
—¿Te gusta el oso?
Me habla como si fuera una niña. ¡Hillarious! Continúa:
—¿Hace cuánto no ves a las niñas?
Voy por el oso, es feo, de un color rosado despercudido, le encantaría al gato, lo destrozaría en un segundo. Sonrío. Me vuelvo hacia ella:
—Ya no me gusta la historia. Quiero hacer algo distinto. Pensaba en un marinero al estilo europeo. Un hombre bonachón, con barba, blanco y muy alto, que sale al mar y un día se estrella con una isla deshabitada. Permanece muchos años ahí, se enamora del clima, de los animales, de las plantas, de la calidad de la arena, eso es lo más importante para él. Un día decide regresar. Así, fácil, se levanta, revisa sus cultivos, se asegura de que tiene madera y qué se yo, lianas para hacer cuerdas, y acto seguido se monta en su viejo barco y vuelve a su patria. Cuando está en el puerto de su país descubre que ha perdido la capacidad del habla, que durante años no ha pronunciado palabra y ahora nadie lo puede escuchar. Tampoco entiende las palabras que le dicen sus compatriotas.
—¿Y?
—Y nada. Ese es el final.
—Es el peor final para esa historia. No entiendo por qué te resistes a terminar el texto. Tienes a una mujer encerrada en una casa, unos guerrilleros corriendo por la selva, hay una prostituta en la ribera. Ya has ido tejiendo relaciones entre ellos, y ahora quieres renunciar. Julia, por favor...
—Se quedó en un punto muerto. Ya no sé cómo avanzar.
—Lo tenías claro. Alicia iba a morir. Paloma y el Negro iban a escapar. ¿Qué pasó?
Con certeza es mi ánimo, pero no se lo voy a decir a Martha, no lo entendería. A lo mejor fueron los soldados, escribir ese capítulo me deprimió. Recordar a Jorge, mi amigo, mi informante, la única relación estable que ha durado más de diez años, más que mi matrimonio. Jorge al que conocí por casualidad en Otra Parte, una tarde de lluvia en la que caminaba con zapatos altos por el centro y me caí, y Jorge, con toda su negritud y su atractivo me levantó, me habló durante media cuadra, y luego me invitó a tomar un café.  Jorge que murió de cáncer de estómago hace un año, Jorge por el que lloré más que por mi propio padre, Jorge que tenía deseos oscuros y que le gustaba morder y ser ahorcado en la mitad del amor, ese Jorge era el Negro Israel cuando comencé a escribir esta historia hace un año.
Uffff.
No sé muy bien quién soy, ni qué tengo que pensar; no sé quién observa los trapos rojos que están colgados en la terraza que alcanzo a ver desde aquí. Puede ser el marinero que quiere incendiarlos y hacer una señal de humo desde su isla, o Alicia que imagina que están secándose después de una larga jornada de sexo entre una pareja de ancianos con mal gusto; tal vez la que mira es Paloma, a la que le parece que podrían servir para adornar la habitación. Estoy a punto de llorar otra vez, pero Martha no se ha dado cuenta.
—El encargo era fácil, Julia. Algunas historias relacionadas entre sí. Eso es lo que necesitamos para poder meterlo en la serie de relatos cortos.
—Creo que ya no quiero ser mujer. —¿Qué estupideces estoy pensando y por qué se las digo a ella? Así y todo continúo como si alguien se hubiera apoderado de mí y me hiciera decir todo lo que pienso. —Me la he pasado escribiendo de mujeres que son violentadas, y estoy hasta la coronilla. Ya no puedo salir tranquila a la calle porque estos ataques a las mujeres gordas están acabando con mis nervios, y el despliegue mediático lo empeora. No tengo el ánimo, ni el espíritu para escribir de una mujer que decide suicidarse para que nadie más la mate. Ya no me trago ese cuento que creía perfecto. El suicidio no es una reivindicación en un lugar en el que igual te van a matar. Es una idea ridícula. Además, yo había imaginado la pileta grandísima, una piscina vacía, había imaginado que Alicia se ponía en cuatro patas y creía que era un tigre, y se lanzaba de cara en ella. Ya no hay piscina porque al lado de ese caserón no tiene sentido que exista tal cosa.
—¿Hace cuánto no hablas con tu psicólogo?
—No seas tonta. La revista puede publicar a alguien más y recibir vender muchos más números. Conozco a dos chicas que te pueden interesar, Assilem Veratis y Jules Anyways.
—No es la plata Julia, eso es importante pero no tanto. Es tu nombre, es el nombre de la revista. Creo que estás un poco estresada. Tómate unos días. Ve a la playa, pasa un tiempo con las niñas, escribe la historia del marinero, y vuelve con la mente despejada. Tráeme el final en dos semanas.
—¿Por qué quieres que escriba esta historia?
—Porque me gusta y quiero saber cómo termina.
Debe estar aburrida. Es un poco rara Martha, me financia sin estimarme, tampoco creo que me tenga por buena escritora, lo hace por Antonio. Estos intelectuales con psicoterapia siempre llevan todo por las buenas. Antonio debe ser el que está detrás de esto, creerá que el dinero me sirve, o lo hará por curiosidad. Ya debe saber que la protagonista de la historia lleva el nombre de su novia. Querrá enterarse de lo que pienso sobre ella. La verdad es que hubiera podido escribir una historia sobre ella y no sólo tomar su nombre prestado, podría intentar sacarlo de casillas con una descripción caricaturezca. Bah, no tendría impacto alguno sobre él, ni si quiera el divorcio le provocó una explosión de violencia. Antonio entendió mi desamor con una tranquilidad sospechosa. Los amigos en común, incluida Martha, me visitaron y hablaron horas y horas sobre esa separación innecesaria y los proyectos en común que teníamos, además relataron sus días de depresión, si Antonio se hubiera enterado de eso último los hubiera dejado de frecuentar. Todos unos esnobs tranquilos, llenos de paz y amor. Al final me dejaron tranquila cuando Antonio conoció a Alicia. A veces regresan enviados por él para proyectos que cree que me interesarían. Una forma de llevar todo por las buenas, otra vez. Estoy frente a esta mujer que me mira con algo de desprecio, como si en realidad yo tuviera que darle algún tipo de explicación, es ella la que está chiflada ¡Explota sin consideración a sus empleados para publicar un periódico de variedades que leen mujeres como ella, ancianas y amas de casa!
—Una cosa más —dice antes de que abandone la oficina —. Espero que la tía María no sea yo.
—Lamento desilusionarte querida, pero hay personajes más horrorosos que tú en la vida real. La tía María está inspirada en un verdadero monstruo.
En mi tía en realidad, se casó con un petrolero que la proveyó de una pequeña fortuna que alcanzó para sus comodidades y los estudios de sus sobrinos, se divirtió humillándonos hasta que murió.
Salgo de la oficina de Martha. Prendo un cigarrillo caminando hacia la avenida principal. No sé a dónde ir ni qué hacer. Vienen las lágrimas y finalmente lloro sin razón aparente, puede ser por los asesinatos de las  gordas, por la contaminación, por las pocas ganas que tengo de seguir escribiendo esa historia. Da igual, no es eso es lo que me tiene en este estado. Es patética esta imagen lastimera. Lo digo como si estuviera escribiendo una historia sobre mí, si lo hiciera diría algo como: Julia camina por el andén de una de las avenidas principales de Otra Parte bajo un sol de tarde andina. Sus mejillas están encendidas de un rosado ridículo para su edad, y sus crespos negros bailan en el aire como una bandera. No hay nada en Julia que esté fuera de lugar, su ropa, botas y gafas de sol le dan un aire sobrio que contrasta con el desastre de su cabello. Es un aspecto calculadamente descuidado que usa desde que dejó la universidad, una fachada que le ha permitido hacer entrevistas a los más diversos personajes. Hoy no hay una sola señal en ella, ni en sus movimientos, que permita concluir que ha decidido perdonar la vida de una mujer inventada. Al final, Julia ha sido vencida por un sentimiento de solidaridad de género. Está molesta consigo misma porque, aunque no puede evitarlo, se siente débil. Al pensarlo se reprende. Debería escribir una historia sobre hombres que no quieran asesinar mujeres. Debería dejar de escribir sobre mujeres. No porque las mujeres la hagan sentir de esa manera, se apresura a corregirse la misma Julia en su flujo de consciencia, es porque sus mujeres imaginadas están cayendo en un estereotipo molesto compuesto por dicotomías idiotas: Mujer blanca – mujer negra; mujer bruta – mujer cínica; mujer fuerte – mujer débil. Imagina que está en un puerto, y que los carros son barcos veloces que con sus motores reproducen el sonido de las olas del mar. Un carguero atiborrado de cervezas pasa al lado de ella revolviendo aún más sus cabellos.
¡Eso es! Entro a un minimercado y me dirijo a la sección de licores. Compro dos sixpacks de cerveza roja y una caja de cigarrillos. A la salida veo a un hombre atendiendo un puesto de frutas. Piñas partidas y mangos. Es negro, alto, acuerpado. Se parece a Jorge, sólo que más joven. Es bastante guapo, si no fuera tan vieja podría tener sexo con alguien como él. De hecho, con él, ¿por qué no? Sé honesta Julia, porque alguien como tú no se acostaría con un vendedor ambulante, así te duela, porque te crees mejor que él, y no por arrogante y arribista, aunque hay de eso, es por costumbre, porque te han enseñado, sutilmente, que tú no puedes abordar a hombres que no sean de tu clase. ¿Te sentirías libre si pudieras coquetearle reconociendo que ambos son iguales? Y no sólo en la plata... También en la raza, porque te ves tan libertaria hablando de los afrodescendientes, pero eres tan pálida como una belleza del altiplano, rosácea en los cachetes abundantes, y bien blanca en tus intimidades. Ya sé que te gustaría ser más oscura, ¿estarías dispuesta a sentir las miradas de los otros?, ¿de esos que andan hablando de los negros como si fueran seres de otros tiempos y de otras especies? Qué exageración, si hubiera sido negra habría aprendido a defenderme, no estaría tan perturbada queriendo parecerme a las modelos blancas, como me sucedió en la adolescencia, y no sería arrogante. Me hubiera casado con algún inglés obsesionado con las bellezas latinas, me habría ido a vivir a Europa y luego hubiera hecho lo que se me diera la gana. Es una discusión sin fin, cuando los de la Unidad de Minorías lean la historia van a decir que carece de tacto con las poblaciones negras. Será una crítica violenta por los años en los que trabajé allá haciendo seguimiento a la aplicación de la política de etnias. Un destierro de la política y de la academia no será nada nuevo, ya estoy por acostumbrarme a escribir cosas que a la gente importante no le gustan, y a perder espacios por esa razón. No es por orgullo por lo que me mantengo sin borrar nada de lo que escribo, es porque la literatura no puede caer en el lenguaje políticamente correcto. La raza es una categoría inventada por los colonizadores para justificar la violencia. Así y todo, la raza existe, es real, los blancos, negros, mulatos y demás, son invenciones que se concretaron en la práctica, que sirven para nombrar, para ser nombrado, para decirse y existir. Estoy un poco existencial y académica, me río. Me molestan tantas cosas que hasta podría hacer un panfleto, un panfleto posmoderno “¡por la disolución de las categorías que nos definen!”
Lo primero sería acabar con los géneros. Podría imaginarme un mundo así, una historia futurista en la que además de existir hombres, mujeres y trans, también hubiera zapatos, carteras, cocodrilos y otras identificaciones. Serían tantas que hacia el año 2150 una convención internacional de políticos decidiría acabar con el género como categoría de identificación, ahora sería el tamaño de los pies, o el largo de las lenguas, lo que permitiría dividir a los grupos humanos, mejor aún, algo que pudiera ser modificado al antojo de cada persona, el color del cabello. Los primeros damnificados serían los grupos sociales que defienden a las mujeres. Isabela, la gran líder de la organización nacional de mujeres, perdería su razón de existir y se vería obligada a dejar ese molesto lenguaje del movimiento, y a hablar como una persona real. De nada sirve preguntarle qué piensa sobre los asesinatos sistemáticos de mujeres, todos sus análisis terminarán en el sistema patriarcal, la dominación y el gobierno de esta sociedad capitalista sobre nuestros cuerpos. Ella encuentra siempre la manera exacta para que ese tipo de argumentos suene banal y libreteado. La violencia le suena con cara de mujer, mujer víctima y empoderada, me daría tres patadas si me viera en este estado. Lo que me saca de quicio es que no da un peso por el resto de violencias, es como si sus ojos, sensibilidades y protestas estuvieran enfocadas en las mujeres... Y casi que podría decir que en las mujeres biológicas, porque cuando le he hablado de las chicas trans me mira con condescendencia, a lo mejor con aburrimiento, como si yo hablara de mujeres de ficción, mierda, como si nosotras mismas no estuviéramos ya inventadas. No hace falta mucha astucia para entender que nuestros padres se pasaron un buen rato diseñándonos, y que eso no es tan fácil de cambiar. Se lo dije cuando la conocí. Estábamos en esa tienda tomándonos unas cervezas, ella tendría mi edad... treinta y siete años. Ahora debe tener cuarenta y nueve. Todavía estaba sobria cuando se lo dije. Ella estaba más sobria que yo, y me sale con esa babosada: es que nosotras nos estamos reinventando. Como si eso fuera posible, y claro, bien posmoderna y ridícula adolescente le dije ¿cómo imaginarme de otra forma si  mis ojos no son míos sino de los otros? Estalló en carcajadas, porque, para ella, yo tenía que dejar esas reflexiones o terminaría suicidándome. Poeta, me dijo esa noche, y luego recitó un poema pavorosamente malo y remató diciendo que ella también se desahogaba con la escritura. Así y todo es senadora de la república, gritará en las sesiones del congreso que es muy poco el dinero que se les da a las madres cabeza de familia, a las putas y a las obreras, a ella le valdrá cinco el tema de la selva. Ese tema se está poniendo serio. Maira me contó ayer que los narcotraficantes están inyectando cocaína a los indios, una vez se vuelven adictos, les dan papeletas de bazuco para que trabajen de gratis como raspachines de coca. La misma coca que luego venden a precios exorbitantes en Otra Parte y en otras partes del mundo; y nosotros aquí pensando que estamos en una democracia, cuando la selva sigue bajo un sistema esclavista. ¿Cómo serán esas conversaciones? Probablemente será un indio criado en algún pueblo el que hará la traducción. Pero así y todo debe ser hasta cómico. Unos personajes pensando en plata (los indios), y los otros en la tierra sagrada que pueden cultivar (los narcos). Debe ser una vida confusa, nacer indio en un pueblo donde llega alguna jovencita con otro idioma, con acento de la capital, y con el chaleco de alguna institución, ofreciendo derechos humanos con leche en polvo para la desnutrición infantil. La chica cambiará unas tres o cuatro veces al año, como pasa con todos los programas sociales del gobierno y, al mismo tiempo, un ejército de patrones tratando a los indios como al ganado. Por eso se suicidarán los indios yanomami que se van a estudiar a las universidades de Brasil y Venezuela, y luego regresan a la selva, por la distancia abismal entre lo que se dice y lo que se rumorea. El rumor del miedo. Así como aquí, los periódicos llenos de noticias sobre mujeres gordas, asesinadas presuntamente por algún grupo extremista y, por el otro lado, Isabela en el congreso peleando por los derechos de las mujeres y el empoderamiento. ¡Por dios! Bastaría con que el discurso se pareciera un poco más a la práctica para quitarme esta sensación de encima. Hace muchos años no he pensado en salir del país. Pero es la carta lo que me tiene así. La carta misteriosa firmada por nadie, por un grupo que no tiene rastro, sólo un nombre: colectivo tercera marcha. Eso no dice nada, podría ser un púber desocupado que lee de vez en cuando mi columna en la prensa. Es la fuerza de sus palabras, el lenguaje militar, el uso de "la patria", por el honor a la patria vamos a dar de baja a estos facinerosos, y me ponen al lado de Isabela, qué descaro, si soy la feminista menos feminista de todas, la menos pública, la menos importante y la que no ha escrito una sola palabra de las mujeres. Yo solo hablo de indios, de pobres, ¡de gordas! Me río, aunque no estaría de más bajar un par de kilos, sólo para reducir el riesgo, para que no me corten los dedos por ahí antes de asesinarme y de dejarme sentada con las piernas abiertas en algún basurero. Es irresponsable lo que pienso, pero es gracioso. Porque no soy flaca, si fuera flaca, sería una grosería contra la humanidad. Sonaría como Carmen Emilia: tranquila Julia, sólo están asesinando a las obesas, y tú no eres obesa. Carmen Emilia dice eso por una sola razón, porque así puede dormir tranquila, porque así se saca del grupo víctima y puede caminar por la calle con sus exiguas tetas sin nada de qué preocuparse. Podría irme a estudiar a otra parte. ¡Hay tantas Otras Partes en el mundo donde todo parece funcionar! En esas ciudades lo que se dice se hace... lo que se calla también.  ¿Cuánto soportaría de esas comodidades?, ¿de las certezas que callan esos cínicos de Otras Partes?, ¿de sus verdades sobre el tercermundo, las mujeres, las pobres, las latinas? De seguro haría la yanomami, regresaría y me suicidaría.
Necesito una cerveza. Le pregunto al taxista si le molesta que abra una. No le importa. Se está escondiendo el sol, veo las sombras alargadas de estos barcos sobre el andén, se confunden con los graffitis que hicieron los hijos de los desaparecidos sobre las fachadas de las casas de la calle veintiséis, actos de memoria, el puerto de la memoria... Podría funcionar para Israel: por los años en los que el Negro Israel nació, la juventud comunista inició una campaña para recordar a los héroes caídos. El ejercicio consistía en hacer retratos sobre los muros del Puerto, sobre las casas, el hospital, la escuela, la inspección de policía. La iglesia no porque el padre no permitió que mensajes de esos mozos herejes se inscribieran en las paredes. Al primero que pintaron fue a Lenin, quedó dibujado en amarillo sobre un fondo rojo al lado de la hoz y del martillo en la pared de la escuela. Marx y sus barbas quedaron en azul sobre la sede de la policía que cinco años después fue destruida por una bomba que mandó a poner un narcotraficante. A Israel le gustaba el rostro de Alexandra Kollontai aunque no tenía idea de quién era ella, casi nadie lo sabía, pues la casa en la que se dibujó fue vendida a un proxeneta que en lugar de pintar la fachada y cubrir el rostro de la feminista y socialista rusa, le pintó los labios de rojo y en sus mejillas rubor, encima, en el techo, instaló un aviso de neón: La Casa del Rey.
Debería anotar eso, lo voy a olvidar. Pero no quiero, no quiero hablar sobre ellos, quiero hablar sobre mí, ya he escrito mucho sobre otros. Quiero pensar en una mujer inventada de mediana edad que se fuma un cigarrillo sentada en el balcón de su apartamento. Julia. Afuera todo es silencio, son las vacaciones de principio de año y la ciudad parece haberse vaciado sobre tierras de climas cálidos. Hace algo de frío pero a Julia no le importa. Observa unos pájaros bailar en el techo del edificio del frente, son palomas grises e hiperactivas, aletean entre sí, una se retira lastimada. Las aves le recuerdan a sus hijas, debería estar con ellas en la casa de verano que todavía comparte con su ex esposo, y que ha usado en un par de ocasiones para sus aventuras prometedoras. Pero ha decidido no ir porque le molesta la novia veinteañera de su ex marido. No es que sea una belleza estúpida, Alicia es una belleza muy inteligente. Lo que la amarga es la seguridad juvenil y los "gadgets" de los que se acompaña, el iPad, el kindle, sus molestos audífonos, que parecen los collares de oro de esa generación, incluyendo los aretes que la aíslan del ruido exterior. Le molesta el respeto con el que se dirige a ella, como si la propia Julia fuera una anciana. Sí, es cierto, cuando Julia daba su primer beso Alicia estaba naciendo en algún hospital de Cali, pero esos diez años no son el lapso de tiempo suficiente para ustear y, mucho menos, para decir, "señora Julia". Además, es un poco despreciable que un viejo como Antonio, que ya anda por los cuarenta y tantos, se dé el placer de acostarse con un cuerpo tan joven y perfecto, y no porque eso sea malo, Julia también lo ha hecho con varios, es porque en el fondo Antonio no tiene gran cosa de que hablar con Alicia, ni siquiera se nutre de las historias de la nueva generación. Antonio nació anciano. Durante su matrimonio Julia se sintió muy joven, y ese "joven" no fue sinónimo de diversión, fue más bien la crema antiarrugas de su ex marido. Antonio quiere rodearse de jóvenes para no sentirse una antigüedad.  Y esa ilusión sólo funciona con chicas como Alicia, lolitas. Julia ríe, enciende su último cigarrillo y piensa en que por su impulso de archilolita se divorció. Era bastante difícil, allá en sus veinte, bailar hasta las cuatro de la mañana, el pobre hombre tenía que hacer de su parte: Ya Julia, basta, es suficiente, vámonos a dormir. Eso era todo lo que hacía Antonio, dormir y leer, ver documentales sin bañarse durante todo el fin de semana, y tener sexo rancio. Pero Julia tampoco lo culpa, la cosa es de a dos, como en muchas relaciones de maltrato, el agresor violenta, pero eso es sostenible durante el tiempo porque hay una víctima que no está dispuesta a denunciar. Ella puso de su parte, después de que nació Valentina, Julia se convirtió en Antonio. Ya no quiso hacer ejercicio, ni comprar pantalones y faldas caras, dejó de usar tacones y joyas, y clausuró la caja de maquillaje. Sus calzones se envejecieron hasta tal punto que Antonio le dijo alguna vez, en la casa de verano, que unos calzones blancos parecidos a los de ella fueron los que robó de su abuela cuando él tenía ocho años. A Julia se le encogió el corazón cuando Antonio le dijo eso, pero guardó silencio y escuchó la historia sobre el robo de la prenda íntima, hazaña que se había impuesto en el grupo de amigos del pueblo donde nació. Todos, sin excepción, llevaron calzones blancos gigantes.
No, pero no es a eso a lo que quiero llegar. Voy definir a Alicia la real para tener una idea sobre Alicia la ficticia. A ver: la amante de mi esposo, como me gusta llamarla, es una chica simple. El tema ahí es encontrar un lugar para ubicarla, categorizarla, un poco como el ejercicio que hacían los científicos del siglo XVIII, clasificación y taxonomía, y qué bien les salían esas láminas en las que dibujaban las plantas, los animales y todo lo que encontraban en América, su poder clasificatorio era tan bueno que hasta tenían inventarios de bestias que no existían... Un bestiario, eso es lo que debería hacer. Me estoy distrayendo, estaba en Alicia. Alicia la real, es físicamente como la del relato que estoy escribiendo, es delgada, trigueña, de estatura media, ojos verdes y avellanados, cabello liso y negro, y usa innumerables gadgets para toda ocasión. Hasta ahí. Alicia, la real, no aguantaría la casona Buenahora. Además, hay que decirlo, Alicia la real carece de personalidad definida, y no se si es por la edad o la época, pero es como un cachorro osado olfateando cosas por ahí hasta que se asusta por algún ruido extraño y sale a esconderse en cualquier enunciado zen que encuentra en Facebook, incluso los ha puesto en las paredes de la casa de Antonio que tus sueños sean más grandes que tus miedos, y cosas por el estilo. Algo similar pasa con Alicia la ficticia, también le hace falta personalidad, y eso es porque no he definido claramente al personaje. ¿Quién es Alicia Buenahora? Primero debe quitarse el apellido del esposo. No se me ocurre un buen apellido para ella, porque Peñaranda es el apellido de la madre, pero ¿el del padre? Alguna vez conocí a una Alicia Belano, compartimos salón en el preescolar. Era una niña de ojos y dientes grandes que ahora es modelo de revistas para hombres. Tuvimos un problema, ella quebró un florero que no entiendo por qué estaba en el salón de prejardín, y me echó la culpa. Mi papá asumió la causa como la  batalla de reivindicación del apellido de la familia, los Lima tenían la oportunidad de recuperar la honra deshecha por Catalina, mi hermana mayor, haciendo justicia con un crimen mal resuelto. Papá vivía en una guerra casada con la coordinadora de preescolar y primaria que era una verdadera bruja arribista ahora que lo pienso. Al final la coordinadora había decidido que ella compraría el florero ya que la familia Lima no era capaz de reponerlo, y mi papá se cayó de su nube de satisfacción cuando mamá dijo que no faltaba más, que nosotros podíamos comprarle el florero a Alicia Belano. Mi papá, como siempre que se ofende, se excedió y compró un florero tres veces más grande y seguramente diez veces más caro que el quebrado. Alicia Belano, la chiquita de ojos grandes, aceptó su culpa, y llevó un pequeño florero con una rosa roja que fue el éxito de la clase. El grande, el mío, fue desplazado al salón de utilería de la clase de teatro.  Alicia Belano... Puede ser. ¿Qué tal suena?: Alicia Belano es una joven historiadora de ciudad que migra a la selva siguiendo a su esposo. Tiene treinta años, y aún no le han pasado las ganas de transgredir las reglas, ha pensado bastante en el tema y ha concluido que su rebeldía no es tal, y mucho menos producto de su juventud. Las transgresiones sobre las reglas mínimas de comportamiento (como lamer los platos al finalizar de comer en un restaurante elegante), y actitud (lentitud extrema al sentarse a trabajar ocho horas en una oficina) son parte de su estilo de vida, y se fundamentan en una crítica a la sociedad actual. Y no es que haya pensado mucho en la crítica, sólo se ha preguntado, ¿y cómo sería la vida si pudiéramos trabajar sólo lo estrictamente necesario, y si pudiéramos actuar en consecuencia con nuestra historia? La segunda parte de esa pregunta surgió cuando estudió la historia de las buenas costumbres y los manuales de convivencia urbana. Fue por los franceses, ellos refinaron, allá en el siglo XVI, casi todos los ámbitos de la vida, con el fin de parecer menos seres humanos y más entidades angelicales civilizadas, y en eso, diferenciarse de los proto humanos que estaban colonizando en África. Por eso, Alicia, la ficticia, que no siente ningún afecto especial por colonizados sino más bien un desprecio por los bastardos que querían convertirlos en animales, se ha dispuesto a saltar las convenciones de la cordialidad y de las buenas costumbres. Alicia luce suficiencia juvenil y arrogancia ingenua que se irán acabando en la selva.
Imaginemos, sólo por imaginar, a una mujer con carácter que vive en la ciudad, de clase media, ni rica ni pobre, con las carencias heredadas de sus familiares endeudados. Pero es más rica que pobre. Es clase media media, no es clase media baja, tampoco es clase media alta. Se crió con el estilo de vida de quién puede pagarse viajes, pero no tantos, del que compra la boleta de teatro de platea, pero no la VIP ni la general, del que estudió en una universidad de élite, pero no la mejor. Alicia tiene que tener una obsesión, ¿las historias de quién le interesaban? Porque uno no estudia historia porque sí… Alicia, la verdadera, no tiene una pasión identificable, le importan muchas cosas pero no parece haber predilección por alguna, es un aparente genio para todo. Discute sobre política, los animales maltratados, hizo que Valentina y Ana María adoptarán cada una un perro. Es vegetariana, por supuesto no fuma, Antonio debe estar feliz con eso. Bah, entre más hablo de Alicia, la real, más vieja me siento. Es raro esto de la escritura, porque al definir al personaje, vía la contraposición, lo reduzco, lo limito, y es que una, y esa "una" es a propósito, es tantas cosas que una termina siendo nada. Por ejemplo, a pesar de que Alicia la real exista, y de que yo me haya imaginado vieja al compararme con ella, siempre he pensado en mí como la más liberal entre mis amigas, y no sólo eso, he sido de las más laxas, bebo generosamente, también fumo, me gusta mucho el sexo que, he de confesar, aumentó después del divorcio, y mis gustos y aficiones parecen corresponder a la generación más joven, a la de Alicia la real. Me siento joven, de hecho lo soy, los treinta son los nuevos veinte, porque en nuestros veinte somos bastante adolescentes. Pero también soy vieja, ya he adquirido manías que no son negociables, como levantarme a las cinco de la mañana, tomar un vaso de leche y leer el periódico. Si yo soy tantas cosas, muchas veces contradictorias, ¿cómo puedo escribir un personaje que sea complejo como cualquier ser humano? Gastaría mil páginas o... Podría renunciar a mostrar su complejidad y aceptar la mirada parcializada de ese segundo personaje: el narrador. El narrador soy yo, y a la vez no lo soy. Es como un semidiós que sabe algo de la historia, pero no tanto como yo, el narrador no sabe que Alicia tiene un vibrador rosado con el que se masturba sagradamente todas las tardes, no tiene idea de lo que piensa Julmer, ignora que él sabe toda la historia de los Buenahora y que tiene una agenda secreta (acabar con su descendencia, por eso le da un abortivo a Alicia cuando la atiende después de que ella vomita el desayuno). El narrador ignora lo que piensa el gordo cuando está con Alicia encerrado en el sótano (piensa en el gallo que mataron la noche anterior, piensa en qué salsa podría hacerlo más sabroso). Pero esas son cosas que no podré exponer en un relato tan corto. No sé si quiero decirlas o si prefiero que el lector las imagine, dejar cabos sueltos para que el que lea los tome como se le venga en gana. Lo que en este momento es difícil es el final. Siempre el final.
No debe ser tan grave, pensémoslo: Alicia inició un viaje hacia un lugar desconocido. Hay un rito de paso, como en todo rito, el juego con los significados. Se hace visible lo oculto, hay una confesión de pequeñas transgresiones. La confesión debe ser un misterio hasta que el iniciado beba la fórmula mágica. Luego viene la transformación, Alicia debe caer en una locura chamánica beligerante, como la entrada al mundo del horror de Kurtz, la adopción del lenguaje del terror de Taussig, la pérdida de sentido y la formación de otros ininteligibles para la sociedad de la que proviene el iniciado, el héroe. Algo así como lo que pasa con los indios africanos, primero está la confesión, se desdibuja el espacio íntimo, y el privado se vuelve público; las palabras ya no tienen un sentido fijo, más bien comienzan a significar varias cosas, polisemia. Hay una reacomodación del mundo, debe serlo, como si el universo entero se estremeciera, y todo lo conocido se moviera unos milímetros hacia la derecha. Después de eso, las palabras vuelven a ganar peso y bailan con un solo significado inequívoco, los zapatos vuelven a ser zapatos, los negros vuelven a ser negros y los culos serán culos. ¿Podría escribir algo así?

LA CAÍDA DE ALICIA


¿Cómo mirarme de otra forma si mis ojos no son míos sino de otros? Me los he ganado en una partida de pool, creo que con mi padre y mi tía, y luego han ido ejercitándose con millones de pendejos que me han enseñado cómo mirarme y desearme. Siempre han sido ellos los que me nombran. El primero fue Ariel, un niño de tres años con labios grandes y rojos, un poco más pequeño que yo. De esa edad recuerdo poco, a Ariel y a mis dedos, eran pegachentos, y los estiraba y apretaba como si quisiera aumentar su longitud. Ocurrió algo que no recuerdo, lo ofendí. Ese pequeño ser se me acercó con ira y me dijo que me asesinaría, cortaría mi garganta con el cuchillo con el que untaba mantequilla al pan todas las mañanas. ¿Cómo explicarle a la tía María que no quería pan con mantequilla porque no quería morir? En la primaria fue la pequeña mafiosa, Paulina Patarroyo, una enana de pelo largo, negro y liso. Tenía un ejército de amigas, mucho más altas que ella. En conjunto reproducían una estructura gánster. No recuerdo cuáles eran los activos con los que negociaban, a lo mejor dulces o respeto, lo cierto es que sus secuaces la protegían con tal devoción que cuando le lancé tierra a la cara por haber pisoteado los buñuelos que estaba haciendo en la arenera, las seis se me vinieron encima y, al ver mi escape, me denunciaron con la madre Asunción, una anciana arrugadísima como una uva pasa que propinaba pellizcos con acento español. Como el crimen no se resolvió, las secuaces y la misma Paola Patarroyo promovieron una política atroz, dejaron de hablarme, no sólo ellas, sino el resto de la clase. Lo que siguió es ficción, una serie de ambientes regulados por poderes casi espirituales. Normas que evitaron que nos asesináramos unos a otros, lanzándonos piedras, desgarrándonos la piel. Ninguno de mis jefes, profesores, amigos podría reconocerme ahora. Son otros los ojos que me observan y ha cambiado el foco de los míos. He tenido que convertirme en otra persona bajo la mirada de los jaguares, los micos y los millones de insectos que viven a la sombra oscura de los árboles. Si no lo hago, si no dejo que esta cosa que me está sucediendo crezca y se desarrolle, entonces moriré por la incapacidad de transformarme, y es que la vida es posible siempre que esté en alguna parte. Respiro. Estuvo bien que me encontrara Rosalba, de no hacerlo hubiera muerto. Me gusta estar así, acostada sobre la tierra húmeda, con el vientre descubierto al sol. Mis piernas flexionadas parecen movidas por hilos que tiran de mis rodillas, y si las miro durante un rato fijamente, siento que con mis rótulas muevo las nubes, perezosa, de lado a lado. Rosalba murmulla y le habla de mí a los otros, la escucho, y aunque no le entiendo, porque habla en su lengua natal, sé que está preocupada. No debería estarlo, no viviendo en esa casa tan bonita hecha de madera, sobre pilotes, justo en la ribera del río Negro, debo verme extraña acostada en la tierra negra y húmeda frente a su casa. Parezco ebria, ha de ser así como se sienten los locos, sabiendo que sólo simulan ser algo para los ojos de otros que esperan ese tipo de comportamientos. Tengo ganas de acabar con todo, si pudiera lo haría. No sería un dios juzgador como en el apocalipsis, sino más bien alguien que nació para destruirlo todo y para destruirse a sí mismo. Hay tantos mitos de dioses creadores, y muy pocos los de la destrucciones, excepto, quizás, por el fénix de los gnósticos, pero ese personaje vuelve a nacer, qué obsesión tan extraña tenemos con la vida. Si hubiera tenido el poder, hubiera terminado con ese pobre gordito que me estaba cuidando. No le hubiera sacado solamente una lastimosa orinada, que se regó triste cuando escuchó los tiros y se vio abandonado a la vida en la tierra sin órdenes. Es hasta gracioso cuando lo recuerdo, en el sótano, apuntando con su arma hacia la puerta, yo amenazándolo, si no me suelta voy a gritar como loca y nos van a encontrar a los dos. El pobre gordo creía que yo era una pendeja, la van a matar, me dijo, y a mi qué me importa, yo ya estoy muerta. Grité dos veces y luego me quitó las esposas. Lo dejé ahí. Fue estúpido, era obvio que los militares llegarían a registrar la casa, lo sé yo que no tengo entrenamiento, pero él se quedó y de seguro lo asesinaron. Fue extraño todo lo que les sucedió. Porque ese horrible ser, Ríos, estaba tan seguro de sí mismo, iba a conquistar el Chocó, repoblarlo, que idiota, si un hombre como él, un gran exterminador, no se ha dado cuenta que su misión en este mundo es más la de Terminator que la de Liniadó, es porque la gente no sabe lo que es, no hace lo que debe. Para ser un hombre de la selva es bastante imbécil al desear ser alguien más, aquí hay que ser lo que toca: la guardiana de las fosas comunes de los paramilitares, la amante de pueblo, la matrona hacendada, y la desquiciada dando vueltas como un cerdo en este lodazal.

El dueño de la casa es Wilson Murrí, el tío de Rosalba, el papá de Julmer. Wilson se me ha acercado. Primero me examinó como si fuera un animal, luego le dijo a Rosalba que estoy bien, que me han violado, y que Julmer me dio a beber un agua poderosa que me mantuvo en pie a pesar del cansancio. Ha de estar preocupado por Julmer, pero no se preocupe Wilson, Julmer se fue directo para el mundo del medio, se convirtió en una danta, justo frente a mi ojos unas horas después de encontrarnos. Yo iba corriendo escuchando las balas destrozar los árboles como goterones de un aguacero cualquiera, y él me hizo caer, estaba escondido tras una ceiba, me tapó la boca y me dijo, sin decirlo realmente, que por allá no siguiera, y cuando los goterones estallaron por otro lado, nos fimos corriendo los dos por otra parte, y de a poco se fue encorvando, hasta que quedó en cuatro patas y le salió esa trompa tan bonita que tienen las dantas, y me dijo que caminara hacia allá, y luego se fue corriendo con otros como él.

Ahora estoy acostada en la casa de Rosalba con dos ancianas que me han dado a beber un té que me ha quemado hasta los intestinos, y he vomitado mientras las mujeres cantan, tengo un espíritu malo, me dijo Rosalba, me lo metió Ríos en la cama, Julmer lo sabía, y por eso me dio de ese té que sabía peor que este. Ellos dicen que es porque nada se puede engendrar en ese caserón, porque está lleno de dolor. Pero qué va, no es dolor, es ineptitud y violencia.

He amanecido con un dolor espantoso en los huesos. Casi no he podido moverme. Rosalba sonríe, el calor parece no afectarme, no como antes. Hay un aire fresco a lado del río. Soñé con Benavides, se lo tragaban los árboles. No sentí pena. También estaba Alfonso, era un niño de color morado con grandes uñas y ojos negros. Se arrancaba la piel y bajo ella tenía plumas, le salía un pico gigantesco y se iba volando. Rosalba se sienta al lado mío. Me corta el pelo con un cuchillo, los mechones caen y acarician mis muslos. Estoy casi desnuda ahora que me veo, en algún momento enrollé el pantalón de licra y ahora parece un calzón. No siento vergüenza, de seguro Rosalba sí, de seguro todos en este caserío sí. ¿Qué ha pasado?, pregunta ella. Se murieron, digo. Salí del escondite donde me tenían, las balas atravesaban las ventanas y las puertas. Salí a rastras, como en cualquier película de acción. Me río, Rosalba me mira con cara de no entender, pero sonríe, me estima. Continúo. Me tropecé con varios de ellos, algunos eran nuevos, los de arriba me imagino, los otros eran los que estaban en la casa. Allá deben estar todavía con sus armas. Rosalba, tengo que irme de acá, si me encuentran la van a asesinar. Usted no está para esto, para este salvajismo, para ver los rostros de sus amigos regados como en cualquier carnicería, ni escuchar los gritos de dolor de los pobres diablos que cayeron en trampas, o que andan sin piernas suplicando morir, a usted todavía no la han dañado, no se arriesgue por mí. Rosalba se ríe como si no le contara nada nuevo. Me dice que saben defenderse, que más de un soldado ha caído por acá y ha muerto brujeado, se pierden en la selva, se asustan, se comportan como animales, así como usted está ahora mismo, les da loquera, creen que todo es como ellos lo ven, porque no conocen los ruidos de los animales, por eso reclutan indios, por eso llevaron a Julmer a pelear, para defenderse y caminar los caminos, pero Julmer es brujo y él no pelea por esa mina, él está allá para defendernos. Lloro. Lloro por el negro, no sé por qué lloro por el negro, pero me duele, me hubiera gustado acompañarlo, y asesinarlo. Estoy enloqueciendo. No puedo parar de hablar Rosalba, es como si todo lo que pensara tuviera que ser dicho, los veo a ustedes, todos son fuertes, rápidos, saben lo que hacen. Ella me manda a callar y me dice que son las plantas, el medicamento que me dieron a beber, que tengo que hablar de Ríos para botarlo de mi cuerpo. Ríos murió, vi sus tripas, estaba en el patio, era un costal de sangre y de lodo. Le di una patada en la cara antes de irme, no sentí culpa, ni miedo, no me horroricé, me alegré Rosalba, es terrible esto que digo. Si hubiera tenido el tiempo hubiera cogido sus intestinos y con ellos hubiera hecho un collar que llevaría con orgullo para espantar a los soldados como él, porque yo ya no soy una mujer de Otra Parte, ¿me entiende? Yo soy una violencia, una pequeña violencia, y no es por venganza Rosalba, es por puro descanso, quiero borrar a esos hombres de esta región, que se acabe esta mierda y que las dantas se coman la mina y terminen con ese foco de infección. Rosalba, si yo pudiera, los mataría a todos ustedes mientras duermen, para que no tengan que vivir la sevicia de estos soldados, para que no tengan que ver los órganos desperdigados de sus hijos, de sus hermanos, de sus padres, yo acabaría con todo. No sé a quién se le ocurrió inventarse el nombre, la palabra, la lluvia que inspiró las balas, los dientes y los colmillos de los caimanes que terminaron convertidos en estacas, la gente no merece vivir Rosalba, la gente está loca. Rosalba me pega una palmada fuerte en la espalda y vomito. La espuma blanca cae entre mis piernas que se balanceaban en la orilla del tambo, su casa. Wilson me observa, estaba quitándole las escamas a un pescado,  tomando aguardiente y hablando con otro indio en la casa del frente, pero ha visto el golpe de Rosalba. Estoy limpiando mi boca, estoy llorando, estoy cansada, Wilson corre hacia mí con el gesto de un guerrero, me bota al suelo, me levanta, me carga en sus hombros y camina, uno, diez, treinta segundos. Veo a Rosalba, está seria, sigue sentada en la entrada de su casa. Wilson me arroja en una especie de establo que huele a orines, y cierra la puerta.
Tengo hambre, mucha hambre, tengo ganas de comerme todo, la tierra, las hojas, la madera, todo lo que encuentre, los mismos tambos y cualquier indio, mejor no se me atraviese un niño o una danta, porque hoy siento que vine de otro mundo, de otro lugar que no es arriba ni abajo, y le digo a Wilson y me encierra en este tambo. Es que solo puedo imaginar que me como el universo, pero en realidad no lo voy a hacer Wilson, solo déjeme correr por allacito que lo único que me atrevería a tragar sería la tierra y los gusanos, no me deje con esta sensación, moriré de hambre y desesperación. Él ríe y dice que es justo lo que necesito, y casi a empujones me lanza acá y lo odio, lo odio por eso, con una intensidad que jamás había creído posible. Desearía ser un pyton y tragarme este pueblo completo, lo agarraría con mi cuerpo y con fiereza quebraría sus huesos deglutiendo poco a poco, y acabando hasta con el más débil suspiro.
Todo lo que alguna vez creí ahora parece tan lejano. Es como si hubiera soñado que nací en Otra Parte, que crecí en medio de coqueteos pubertosos, que fui la mejor en historia, y que era la reina del baile en tacones sobre la barra de los bares. Nada de eso sirve, ni la historia de los hombres importantes, ni sus guerras, ni los gritos de sus víctimas, ni siquiera el agregado de Alemania que debe estar en el parque de la noventa y tres tomando un capuchino con el lagarto de turno. La tía María, Ríos, ninguno tiene poder, sus vidas son una ficción. Es como si alguien hubiera escrito sus historias y me las hubiera relatado mientras yo dormía en este cuarto oscuro apestado a orina. Las guerras, los gobiernos, todos son cosas mitológicas que parecieran de tiempos en los que existió la fantasía, en los que existió la palabra, cuando la luz se hizo al decirla, y nombramos las cosas y luego las dividimos en hombres, mujeres, en indios, negros, mulatos, blancos, animales, plantas, lo redondo, lo plano, la vida y lo muerto. Ahora, como en cualquier mito, debe venir el héroe, que soy yo, y ese héroe, después de tragar toda esa historia, debe irse a otro mundo, debe robar lo que importa. Debe arrastrar las palabras, y mezclarlas, debe decir que el firmamento cae estrepitosamente sobre la tierra, y en esa caída se mezclan las cosas. Los ríos se llenan de estrellas y la gente pierde su nombre, las dantas corren con el rabo quemado porque el sol se les vino encima, los perros colgados se vuelven camisetas húmedas bailando sobre el tendedero mientras la sangre se les escurre, las personas caminan en cuatro patas y se convierten en alacranes, los tigrillos se levantan y andan cogidos de las manos con cuellos largos como jirafas paracaidistas, las lagunetas se hielan con el frío de las estrellas, los relojes se llaman zapatos y los zapatos supernovas, y las explosiones se vuelven abrazos y los abrazos motosierras, y los labios y los despellejados se lanzan sobre la noche y cubren con sangre la oscuridad. Y yo, que ya no existo, acecho, antes de perder el nombre, y me lanzo con agilidad hacia lo importante, el silencio.


Ediciones

Julia bebe un sorbo de café amargo, como le gusta, mientras mira la pantalla del computador. Hay muchas letras que le parecen borrosas y siente desazón ante el texto que tendrá que leer y revisar.
Antes de terminar de leer la primera frase… la del calor y el sopor de Alicia, decide abandonar la lectura. Inserta dos espacios dobles y escribe:
*Evitar un inicio descriptivo en el que se desenrolle la idea de un ambiente concreto, iniciar con algo más, ¿cómo decirlo?, irracional. Podría ser algo como: Alicia está acostada en la cama con los ojos cerrados. No duerme. Intenta, infructuosamente, crear un sueño a su antojo. Imagina dos jirafas amarillas y sin manchas cayendo al fondo del océano. Sabe que esas dos jirafas a punto de morir ahogadas son ella y su esposo. La jirafa que se supone que es ella le dice a la que se supone que es su esposo Au revoir. Adiós querido. No consigue retener la historia y las jirafas se desvanecen. El canto de los grillos acaba con el océano. Se da media vuelta revolviendo las sábanas. Está sudando. Ahora se piensa en su ciudad, Otra Parte. Hace mucho frío, está de pie en un barrio de calles y edificios grises. Ella camina, ve sus pies, sus manos, hace un esfuerzo por dominar su cuerpo onírico y entrar a uno de los edificios, pero sus piernas se hacen de goma y el sol se impone volviendo amarillo todo el paisaje. Alicia se derrite. Comprende que no puede dormitar más y abre los ojos airada.
Julia guarda el archivo y cierra el computador.









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