jueves, 24 de noviembre de 2016

Turismos bizarros: del consumo del horror a la empatía en la recuperación.


 
Muro de la antigua Escuela de El Placer. 2016. OCM


Cuando subimos al taxi me pareció extraño que ese hombre nos contara cómo había sido de violento ese camino en el que transitábamos. Durante muchos años nadie pudo pasar sin permiso, sin que hubiera un retén, sin que desaparecieran los desconocidos o aquellos que no fueran al menos acompañados por una persona local. El camino está destapado y veo una vaca comiendo recostada en un establo a la orilla de la carretera. ¿Para las vacas el campo será así? ¿Un lugar de miedo, en el que en cualquier momento serán vacas muertas, sin dignidad, sólo pedazos de carne desechados? ¿Habrá sido así para las personas de esta vereda cuando vivían en una cosa muy parecida a un campo de concentración cuyo funcionamiento se basaba en una colcha de retazos discursiva en la que se mezclaban el horror, el honor, la religión, la patria, la coca, el dinero, el miedo, la carnicería, el patriarcado y el placer?


En El Placer vimos la escuela, sus alrededores, sus calles, lugares que están relatados en el Informe de Memoria del Centro Nacional de Memoria Histórica. Algo andaba mal. Era un poco odioso andar por ahí, así, en tenis, y con tranquilidad, con las manos en los bolsillos, saludando con una sonrisa, al menos honesta, a las personas que llegaban a trabajar en una iniciativa en el marco de su proceso de reparación, cosas que suceden cuando acaba la guerra, al menos, cuando la guerra guerra del trauma pareciera haber cesado.

Estábamos fuera de lugar, tomé un par de fotos. La idea, dicen, es hacer un museo, y muchas cosas más, un centro de formación ciudadana, con aulas, y parque, y espacios de recreación. Eso está bien, está genial, está buenísimo. Sin embargo, al revisar las fotos la idea comienza a preocuparme.

De regreso, el taxista número dos nos cuenta su propia historia de la violencia, de la incursión. La cuenta con mucha elocuencia, y habla de cosas reales, como la incapacidad de relatar la sensación que le produjeron los gritos, disparos, ruegos de las personas de su pueblo, la noche y la madrugada de la masacre. No se puede contar eso, porque no se puede explicar, no se puede hacer sentir al otro el horror propio.

Son etapas de reconstrucción, se supondría. Se supone también que hace algunos años no hubiéramos podido hacer la visita que hicimos. Y es ahí donde viene el meollo del asunto... ¿por qué no deja de sentirse como si hubiéramos hecho una suerte de turismo del horror? Surge otra pregunta que jamás pensé que me plantearía: ¿Una herida cicatrizada merece tanta atención? Porque el riesgo, y no se puede negar, es la trivialización de la violencia por una foto, como todas las de este Post, de la cancha del colegio donde el grupo armado entrenaba en las mañanas antes o durante la llegada de los niños a la institución; una foto del museo, de los murales tan bonitos... una ruta de turismo de la tristeza.


Cancha de antigua escuela de El Placer. 2016. OCM
Y, como hace algunos años cesó la violencia extrema, entre las personas de la región (y no hay que engañarse, entre muchas personas del país), la pregunta que surge es, ¿pero por qué tanto dinero para las víctimas y los demás qué? Es muy fácil responder diciendo algo como: es necesario garantizar la reparación, porque estás personas sufrieron daños que en realidad son irreparables. 

Aula, Museo de la Memoria de antigua escuela de El Placer.
OCM 2016
Entonces viene el reconocimiento. Sería imposible pensar en un olvido del esclavismo en américa, por ejemplo. Documentos como el de Fray Bartolomé de las casas en los que se describe cómo, casi con la misma sevicia paramilitar, los españoles torturaron y acabaron con los indígenas; estos documentos han servido para el reconocimiento de violencias que se mantienen durante siglos sobre poblaciones excluidas en Colombia. De hecho, ahora que lo pienso, no es casual que sea otro cura, el cura de El Placer, quien comenzara a armar un museo de la memoria, en plena guerra, para resignificar estos objetos, ollas con un agujero de bala, botas, uniformes y otros elementos de los guerreros, así como objetos personales de la población que de una u otra forma se reconocen como marcadores de memoria durante las ocupaciones de los diferentes ejércitos en su vereda.


Con todo, la crónica de Fray Bartolomé, para seguir con el ejemplo, es un documento espantoso y hasta amarillista. Su objeto era denunciar, y ahora sirve para recordar y no repetir. Y qué va! casi quinientos años después de esos eventos, la situación se replica aquí, muy adentro de Colombia, en las márgenes de la sociedad centralista y urbana. En estas denuncias el centro del discurso descansa en la idea del sufrimiento. 

No puedo negar que me encantaría que personas con algún trastorno de personalidad, que han perdido la posibilidad de sentir empatía, como Paloma Valencia por ejemplo, pudieran asistir a estos espacios, e intentar al menos reconocer la necesidad de la paz, y no sólo del SÍ, sino también del PostSÍ; de la necesaria implementación de medidas para una paz territorial que garantice la vida en esos territorios donde ya están reemergiendo fuerzas de distintos bandos para tomar el control sobre estas zonas dominadas históricamente por las Farc.

Hay una responsabilidad del lector, del consumidor de estos espacios. Estas fotos de la memoria son tomadas por alguien, unos otros que construyen relatos de un horror no sufrido en carne propia, otros que andan cómodos detrás de una cámara en un lugar que no es suyo, retratando territorios que no sufrieron, desde posiciones al menos más privilegiadas que las de las personas que vivieron y viven bajo estos regímenes. Ese otro tiene una obligación diría yo que moral… ¿o ética? La pregunta, es, ¿cuál?

Río.

No basta con sentir empatía por el horror, es necesario una empatía por la recuperación, reparación, reconstrucción, y actuar de una u otra forma, para lograr superar el conflicto actual. Desplazar el eje del sufrimiento a la recuperación. 

Será necesario aprender... creo, entrando en la foto, saliendo de la zona, es necesario aprender de lo que sucede aquí. Reconocer el ejercicio hecho desde lo local para seguir viviendo, para inventar una nueva vida, desde la muerte, la zozobra y el dolor. Repertorios locales que contemplan alternativas para resolver los conflictos venideros, y para enfrentarse y defenderse frente otras acciones de terror y violencia. Es necesario reconocer y aprender, además del dolor, de estas fórmulas que se han inventado todas estas personas para superar el miedo. 



viernes, 18 de noviembre de 2016

Resiliencia territorial

En un esfuerzo por escribir, y sin nada que decir por sobresaturación de información:

Con tantas heridas de muerte, y algunos testimonios de resurrección, ¿a quién le dan ganas de escribir? Lo cierto, es que Puerto Legísimos es un verdadero sobreviviente… si es que uno puede llamar así a un territorio. Ayer de regreso al Puerto de Puerto Legísimos, cuando la camioneta de transporte público se detuvo en una bomba de gasolina, una voz insistente me sacó del letargo del viaje. Yo luchaba por abrir los ojos, por salir del sopor que me invadió el sueño sin que me diera cuenta, y regresar a la vida después de horas de carretera con y sin asfalto. Esta voz de miles quejas se impuso como realidad de sol de tarde, de sol escondiéndose. El hombre de la bomba sonreía y miraba a la mujer, una señora grande, grandota, rubia, y con canas, bronceada por el sol y los años me imagino, con una camiseta azul aguamarina, de pie, al lado de la bomba de gasolina. Muy disgustada decía algo como: “pero como me molesta que hablen mal del territorio! No señor, aquí es donde vivimos, de aquí sacamos para comer, aquí viven sus hijos, si se va a quejar mejor váyase a otro lado, pero no hable mal del Puerto”.

Es sorprendente. De haber vivido aquí hace unos años mi construcción territorial sería diferente. El Puerto sería el Puerto Infierno. De hecho no está muy lejos de eso. Es un lugar extraño, de un humor enrarecido por miradas y silencios que se ciñen sobre uno. Como hace tanto calor, en el Puerto la gente sale en la penumbra, y se viste de ropas bonitas. Y de cuando en cuando uno se encuentra con estas personas, grandes como ellas solas, con estos vozarrones, en la plaza, en el instituto, en la alcaldía, en las bombas de gasolina, hasta en los libros, diciendo que el Puerto es el Puerto, a pesar de todo lo que le ha pasado, la gente del Puerto tiene derecho a vivir del Puerto, ¿y quién puede decir que no? Así uno esté como dormido, y no entienda muy bien de estas tierras por vivir tanto en el altiplano centralista, el Puerto existe, y existe muy bien, nombrándose a pesar del calor, de los zancudos, de los ríos inundados de tinto, de las calles llenas de harina, de las piscinas con caimanes, y de los fríos que se meten al cuerpo cuando uno visita los ríos cementerio. 

sábado, 5 de noviembre de 2016

Territorios

Son varios los lugares donde se anidan mis sonrisas. Esas cosas raras que además de mostrar los dientes, me tiran del esófago hacia afuera, donde no lo había pensado, y se amarran con un placer, casi extraño para mí, a colores, sabores, ideas, texturas, sonidos, que están bien lejos de mi espacio geográfico actual. Y es muy extraño, porque esto no hubiera podido suceder en el siglo XIX. Estos lugares, que he visitado, me revisitan a través de esta pequeña pantalla que llevo a todas partes, y se aparecen en la noche menos esperada, con una canción, una imagen. En realidad esos lugares ya no existen, son sus signos, que andan caminando por una red tan misteriosa como el espíritu santo, y como diez mil veces más asequible (a no ser que uno viva en el Amazonas, allá este poder mágico no sirve para absolutamente nada).

¿Será por eso tan difícil cambiar el nombre de un contacto? ¿Bloquear un remitente? ¿Eliminar un paisaje de una plataforma virtual que debería ser insignificante?


Qué extraña esta territorialidad tan tibia, rica en colores y sonidos, pero sin piel.