Son varios los lugares donde se
anidan mis sonrisas. Esas cosas raras que además de mostrar los dientes, me
tiran del esófago hacia afuera, donde no lo había pensado, y se amarran con un
placer, casi extraño para mí, a colores, sabores, ideas, texturas, sonidos, que
están bien lejos de mi espacio geográfico actual. Y es muy extraño, porque esto
no hubiera podido suceder en el siglo XIX. Estos lugares, que he visitado, me
revisitan a través de esta pequeña pantalla que llevo a todas partes, y se aparecen
en la noche menos esperada, con una canción, una imagen. En realidad esos
lugares ya no existen, son sus signos, que andan caminando por una red tan
misteriosa como el espíritu santo, y como diez mil veces más asequible (a no
ser que uno viva en el Amazonas, allá este poder mágico no sirve para
absolutamente nada).
¿Será por eso tan difícil cambiar
el nombre de un contacto? ¿Bloquear un remitente? ¿Eliminar un paisaje de una
plataforma virtual que debería ser insignificante?
Qué extraña esta territorialidad
tan tibia, rica en colores y sonidos, pero sin piel.
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